Mutilaciones Orlando Mazeyra Guillén
A Carlos Bellatín, el Chino;
y Juan Carlos Gómez Boza, Búho,
con
afecto, cervezas y amistad.
Cuando
empecé a crecer y a tomar conciencia de sus actos, papá me había dicho, con
bastantes resquemores, que el tío Julio estaba «enfermo de la mente». Sería por
eso que conversaba con los focos del comedor o, por las noches, bajaba la
palanca de la electricidad dejándonos a oscuras y averiando, en más de una
oportunidad, el viejo refrigerador de la abuela.
En
sus momentos más complicados, se transformaba en un personaje inefable e intratable.
Por suerte, estos episodios eran bastante infrecuentes. Y, a su vez, el tío
Julio nos resultaba perspicaz y bromista en sus instantes de lucidez extrema.
En
año nuevo salía, ocultando un vaso en los bolsillos, a tomar sus buenas
cervezas con los vecinos de al frente de la casa, y por las mañanas encendía el
televisor a todo volumen en el canal en donde transmitían un programa de
ejercicios aeróbicos:
–Tío
Julio, baja un poco el volumen –le reclamábamos, bostezando.
–Ellas
me lo piden, las chicas lo piden –reponía él señalando a las esculturales
mujeres de la pantalla chica–. Siempre me dicen: Julio, ¡te estamos siguiendo!
Cuando
la abuela nos dejó yo lo vi llorar como un niño. Mas, al poco rato se repuso.
Parecía otra persona, mudó su comportamiento como aquellos eximios actores de
cine, y hasta encontró un buen pretexto para fumigar las penas:
–La
mamá María está de viaje –nos informó a todos con aquel convencimiento con el
que se deberían de decir las grandes verdades. Era (lo sigue siendo hasta el
día de hoy) la mejor forma de soportar su desaparición. Y a todos nos gustó
hacernos a la idea de que la abuela no estaba muerta. Después de todo, estar
«enfermo de la mente» no era del todo malo, ¿verdad?
Alguna
vez, aburrido de sus ataques de esquizofrenia, llegué a espetarle una propuesta
que me hacía recordar a la abuela:
–¿Y
tú nunca piensas en irte de viaje, tío?
–Bien
podría hacerlo: ya he cumplido, me he roto el lomo por la familia. Tengo
millones en el banco y ustedes disponen de mi dinero como les da la gana.
–Bueno
fuera, tío, bueno fuera…
–¿Sabes
un gran secreto, Vicente? –me dijo una tarde en la huerta.
–Dímelo,
tío.
–En
esta casa, ¡nuestra casa!, he aprendido cómo es el mundo.
–¿Y
cómo es el mundo? –indagué con afanoso interés.
–Es
un poco más o menos así –me dijo y se agachó para arrancar una margarita–. Así
empezamos: nos arrancan de buenas a primeras… y, poco a poco, nos vamos deteriorando…
Al final quedamos de esta manera: una mutilación, una maldita mutilación, ¿comprendes?
Y
me entregó la margarita sin pétalos. No sé por qué todavía la tengo guardada.
La encontré reseca entre mis cosas, justo ahora que él decidió irse de viaje.
Dicen
que salió de casa hace seis tardes, aunque podría jurar que no lo veo hace sólo
cinco días. Vestía un pantalón café, sus raídos mocasines y la camisa de
franela que le gustaba ponerse cuando lo llevaban al peluquero del centro de la
ciudad.
Quisiera
pensar que anda vagando por ahí. Que no se ha cruzado con ningún malhechor, ni
mucho menos que haya retado a algún veloz microbús en las grandes avenidas.
–¿Qué
será del loquito? –le escuché murmurar a mi vecina con cierta malicia cuando entraba
a la bodega del barrio a comprar pan.
–¡A
usted que mierda le importa! –le dije furioso y me quedé sin panes para el
desayuno.
Yo
sé que está loco, o «enfermo de la
mente», como dice mi papá con cierto decoro. Pero cómo odio que los chismosos
se llenen la boca comentando sobre su enfermedad, o fabricando motivos que
supuestamente lo llevaron al desvarío: el sexo, las drogas, la brujería…
Ahora
que camino por las calles de la ciudad pegando su foto en las esquinas
concurridas y en los paraderos de autobuses, me doy cuenta de que, gracias a él
y a su mutilada margarita, aprendí en casa cómo es el mundo.
Aguardo
por las noches, mirando de reojo por la ventana que da a la avenida y sueño con
ver asomar su silueta. Sé que se aparecerá de pronto y me dirá que el mundo no
era así:
–Es
peor, Vicente, es peor –concluirá con sabiduría.
–Sí
-asentiré-. Pero yo no estoy loco, tío. A mí nunca me han hecho convulsionar a
punta de electroshocks, ni tengo un par de hijos ingratos que nunca me visitan.
Tampoco tengo esposa, cosa que agradezco pues, ¿quién dice que no me hubiera
dejado por acostarse con un psiquiatra como te pasó a ti? La vida es una
mentira, tío Julio, y me gustaría estar loco para no saberlo.
–A
mí también. –Y se irá a conversar con algún foco o a dejarnos sin luz para
echar a perder los artefactos de su madre, mi abuela viajera.
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