La casa de la colina Jenara García Martín
Aún
yacía mirando al mar, la casa de la
colina; harta de ver pasar el tiempo; cuando el tiempo abandonado, era una
simple quimera. Perdida entre el verde,
entre los riscos desolados, dormía hace tiempo rondando una esperanza
quebrada.
Cuentan
quienes fueran testigos, que antaño, un soplo de vida infantil bullía alegremente
entre los riscos, los acantilados, la playa.
Que hace mucho, gentes de la ciudad, en pleno verano, habían llegado a
esos parajes de un atractivo único, esperando cambiar el humo por la brisa
acariciadora de los amaneceres; por la
vista maravillosa del mar que se divisaba desde lo alto; por las playas
de suave y blanca arena, y la habitaron por un tiempo.
Esas
gentes buscaban un remanso en el que
ahogar los ruidos insoportables, las inquietudes del asfalto. Llegaron hasta
esas tierras llenas de sal y quemadas
por siglos de olvido.
Un grupo de niños a cualquier hora del día,
hasta que el sol rojizo se alejaba en el horizonte, jugaba alegremente
disfrutando de ese paisaje marítimo.
Así
cuatro de esos niños, (dos de la ciudad y dos del Puerto), rompían todas las
mañanas el mágico espejo azul de la superficie del mar, navegando sobre su
lecho, subidos en un bote. Se perdían entre las olas, hasta desaparecer en el horizonte.
A sus
espaldas quedaba la playa, el rompeolas... Y allí, donde el mar es dueño de
todos los destinos; donde el mar y cielo no tiene límites y el silencio es
silencio, los cuatro, se sumergían en la inmensidad de sus aguas transparentes.
La mar
los acogía en su seno. Les hacía un hueco pequeñito mientras nadaban y los
abrigaba como una madre tierna. Nada ni nadie podría imaginarse las risas y los
chapuzones con los que espantaban a los peces, que se acercaban a los anzuelos.
Se
dejaban mecer entre las olas subidos en
el bote, sabiendo que el mar, no era siempre un buen amigo, querían desafiar al
mágico peligro de la muerte, entre las crestas de las olas, como si fueran
protagonistas de las aventuras que escuchaban relatar a los marineros.
¡Sentirse peces de superficie! Pero los peces no salen de las olas para jugar
con el viento. Porque no son niños y saben oír el silencio de su mundo y el
vibrar del agua a lo largo de su cuerpo.
Un día,
se vistió de luto el cielo, y el aire
trajo rumores de tristeza desde cualquier parte, y hasta el sol disfrazó su
luz.
Cuando la noche se había hecho presente, el cielo
descorrió los visillos de nubes y cubrió con su manto la playa. Inútilmente
esperó la arena su regreso. Su pérdida
cubrió de tristeza a todos los pobladores del puerto.
Después
de una incesante búsqueda, de varias jornadas, los audaces pescadores decidieron
abandonarla. Habían perdido las esperanzas de encontrar sus cuerpos.
Desconsolados los habitantes de la casa de la colina
huyeron. Los padres no tenían consuelo pero regresaron a la ciudad, sin
importarles ya la contaminación ambiental. Ni una flor podrían colocar en su
tumba, en la tierra.
Su tumba
fue la profundidad de las aguas, a las que arrojaron coronas de flores
silvestres, diciéndoles el último adiós.
El
pequeño valle pareció dormitar, estancándose en el tiempo, haciéndole eco a los
chillidos de las gaviotas. Nadie volvió a ver el bote.
Hoy,
dicen los habitantes de la zona que, cuando la luna ilumina el suelo para no
olvidar de todo el día, cuatro niños juegan en la playa con la arena y se
escuchan sus risas que retumban por los acantilados con sonido lejano, casi
apagado por las estrellas.
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