miércoles, 24 de diciembre de 2014

Jenara García Martín



La casa de la colina  Jenara García Martín

Aún yacía  mirando al mar, la casa de la colina; harta de ver pasar el tiempo; cuando el tiempo abandonado, era una simple quimera. Perdida entre el verde,  entre los riscos desolados, dormía hace tiempo rondando una esperanza quebrada.

Cuentan quienes fueran testigos, que antaño, un soplo de vida infantil bullía alegremente entre los riscos, los acantilados, la playa.

 Que hace mucho, gentes de  la ciudad, en pleno verano, habían llegado a esos parajes de un atractivo único, esperando cambiar el humo por la brisa acariciadora de los amaneceres; por la  vista maravillosa del mar que se divisaba desde lo alto; por las playas de suave y blanca arena, y la habitaron por un tiempo.

Esas gentes  buscaban un remanso en el que ahogar los ruidos insoportables, las inquietudes del asfalto. Llegaron hasta esas tierras  llenas de sal y quemadas por siglos de olvido.

 Un grupo de niños a cualquier hora del día, hasta que el sol rojizo se alejaba en el horizonte, jugaba alegremente disfrutando de ese paisaje marítimo.

Así cuatro de esos niños, (dos de la ciudad y dos del Puerto), rompían todas las mañanas el mágico espejo azul de la superficie del mar, navegando sobre su lecho, subidos en un bote. Se perdían entre las olas, hasta  desaparecer en el horizonte.     

A sus espaldas quedaba la playa, el rompeolas... Y allí, donde el mar es dueño de todos los destinos; donde el mar y cielo no tiene límites y el silencio es silencio, los cuatro, se sumergían en la inmensidad de sus aguas transparentes.

La mar los acogía en su seno. Les hacía un hueco pequeñito mientras nadaban y los abrigaba como una madre tierna. Nada ni nadie podría imaginarse las risas y los chapuzones con los que espantaban a los peces, que se acercaban a los anzuelos.

Se dejaban mecer entre las olas  subidos en el bote, sabiendo que el mar, no era siempre un buen amigo, querían desafiar al mágico peligro de la muerte, entre las crestas de las olas, como si fueran protagonistas de las aventuras que escuchaban relatar a los marineros. ¡Sentirse peces de superficie! Pero los peces no salen de las olas para jugar con el viento. Porque no son niños y saben oír el silencio de su mundo y el vibrar del agua a lo largo de su cuerpo.

Un día, se vistió de luto el cielo,  y el aire trajo rumores de tristeza desde cualquier parte, y hasta el sol disfrazó su luz.

Cuando  la noche se había hecho presente, el cielo descorrió los visillos de nubes y cubrió con su manto la playa. Inútilmente esperó la arena su regreso. Su pérdida  cubrió de tristeza a todos los pobladores del puerto.

Después de una incesante búsqueda, de varias jornadas, los audaces pescadores decidieron abandonarla. Habían perdido las esperanzas de encontrar sus cuerpos.

Desconsolados  los habitantes de la casa de la colina huyeron. Los padres no tenían consuelo pero regresaron a la ciudad, sin importarles ya la contaminación ambiental. Ni una flor podrían colocar en su tumba, en la tierra.      

Su tumba fue la profundidad de las aguas, a las que arrojaron coronas de flores silvestres, diciéndoles el último adiós.

El pequeño valle pareció dormitar, estancándose en el tiempo, haciéndole eco a los chillidos de las gaviotas. Nadie volvió a ver el bote.

Hoy, dicen los habitantes de la zona que, cuando la luna ilumina el suelo para no olvidar de todo el día, cuatro niños juegan en la playa con la arena y se escuchan sus risas que retumban por los acantilados con sonido lejano, casi apagado por las estrellas.


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