La magia de la abuela Dó Mary Vicy
Domingo
de primavera, ideal para el asado familiar. Los dos manteles blancos extendidos
sin ninguna arruga sobre la larga mesa eran incapaces de cubrir la última parte
dejándola al desnudo. Entonces, como por arte de magia, aparecía ella por ahí
para sacarme del apuro y hacerme recordar de aquel gastado mantel a cuadritos
celeste y rosa, guardado en el cajón de la mesada.
-
Que la vajilla nueva alcance para todos -rogué yo en un susurro.
Las servilletas verde agua dobladas en
triángulos insertadas en los vasos transparentes como un signo de elegancia,
anunciaban la cantidad de comensales. Tres canastitos de mimbre distribuidos a
pocos pasos unos de otros entre los saleros, nos tentaban con una pila crocante
de rebanadas de pan. Las bebidas sudando frío, mostraban sus apellidos sobre
las etiquetas mojadas.
De
a poco fuimos acomodando las ensaladas de lechuga y tomate, las de papas con perejil,
la infaltable rusa y para dos, zanahorias ralladas con huevos duros picados.
Esta última la ubicaban al final de la mesa, frente a mi plato.
-En
veinte está el asado- anunció Riqui y como si fuera la campana de largada,
todos nos fuimos acercando a la mesa sosteniendo diálogos entrecruzados sin
resignar final.
Acariciando
el viejo mantel, me senté casi en la punta del largo banco dejando un pequeño
espacio para que se acomode a mi lado, cerquita del jardín, porque a ella le
gustaba tocar las flores naciendo de los pimpollos.
Yo
la conocí cuando ya sus canosos cabellos anunciaban algunas soledades.
Sencilla, dulce, muy de su casa, de esas madres únicas que preceden y
trascienden a las de su propia generación.
El
almuerzo se desarrolló entre anécdotas y recuerdos, con algunos consejos
heredados de viejas costumbres que ninguna tecnología aún pudo sepultar.
Sin
molestar, la abuela Dó fue recorriendo los espacios del olvido en la memoria
del narrador de turno, arrancando risas, repartiendo nostalgias, consolando el
corazón.
A
una hora determinada, Maichy y yo nos refugiamos en la cocina y con el pretexto
de lavar la vajilla, nos pusimos al tanto de las secretas cuitas familiares. En
ese templo, nadie más que nosotras teníamos cobijo.
-Les
voy a preparar unas vianditas a Lau y un poco de postre a Mariano. Ella es como
yo, cocinar no es nuestro fuerte -y sin dejar de charlar fui envasando
porciones en varios plásticos. Para la tarta de manzana de Lau preferí un plato
de postre de una vajilla antigua. Me pareció ideal por el tamaño.
La
noche nos encontró a cada uno en su propio nido. A última hora sonó el
teléfono, atendí enseguida pero Miguel, medio dormido, se sobresaltó a mi lado.
-
Es la nena, tranquilo - y me contuve unos segundos a que retomara el sueño.
-
Mamá, gracias por las viandas -y sin esperar respuesta preguntó intrigada
-¿Éste platito de dónde salió? ¡Qué lindo!
En
pocas palabras le conté que perteneció a una vieja vajilla de los abuelos y que
como por arte de magia, frente a una necesidad, ella siempre me sacaba de
apuros.
-
Má ¿Cómo era la abuela Dó?
La
noche avanzaba con su rítmico taconeo en el reloj y las tres nos quedamos conversando
hasta más allá de la madrugada.
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