La cocinera Marta
Becker
Era la
reina de la cocina y la peonada le tenía respeto, al igual que los patrones,
quienes la dejaban hacer a su antojo, confiados en su sabiduría culinaria.
Además, era poco receptiva y hacía oídos
sordos a pedidos y consejos.
Desde la
madrugada se hacía cargo de las comidas de toda la estancia, tanto de los que
quedaban en la casa como de los que se iban al campo. Nadie osaba quejarse de
la planificación de sus menúes.
Jacinta
estaba emparejada con el Venancio, capataz de Los Sauzales, hombre bien plantado,
alto, moreno de tantas horas al sol, brazos fuertes, mirada penetrante,
acostumbrado a controlar desde lo lejos el campo sembrado y a los trabajadores
cumpliendo las tareas.
Cuando
entraba a la cocina a la Jacinta se le iluminaban los ojos. Enseguida le
preparaba algo especial, lo atendía a cuerpo de rey y de esta forma primaria le
demostraba su amor.
Pero la
Jacinta tenía un problema nada minúsculo. Le gustaban los muchachos jóvenes y
peón nuevo que caía en la estancia era presa de la cocinera, quien no tenía
empacho en sacarse rápido el delantal y levantarse la pollera.
Esto no
tenía nada que ver con el cariño que le tenía al capataz, que era el principal acreedor de sus gentilezas.
Ella le explicaba que era como un entretenimiento, que él era el único a quien
quería y no se cansaba de repetirlo y demostrárselo, sobre todo después de cada
encuentro fortuito.
Así
pasaba la vida de Jacinta, armoniosamente, entre ollas, muchachos y el
Venancio.
Pero las
cosas no se presentan tan fáciles como uno quisiera.
Cayó en
la estancia un peón joven, impetuoso como todos los jóvenes, prepotente y al
mismo tiempo adulador, de sangre caliente y mente corta, rápido para los
mandados y más rápido para la agresión.
Y ocurrió
que se enamoró de la cocinera.
Y se puso
celoso.
Apuró a
la Jacinta para ser su único hombre, el único macho, le dijo, y no quería que anduviera
con nadie más, ni siquiera reconoció la antigüedad del capataz. Ella trató de
persuadirlo de que dejara las cosas como estaban, no pensaba abandonar a su
hombre, el Venancio, a quien quería y mimaba y era el más importante y
principal ocupante de su cama.
Todas las
explicaciones fueron inútiles y ella le pidió al peón que no volviera por la
cocina. Pero los celos son traicioneros y el muchacho no lo aceptó.
Caía un
aguacero mientras el capataz compartía mates y tortas fritas en el reino de
Jacinta cuando entró el peoncito, cuchillo en mano, e increpó a los gritos a
Venancio para que dejara a la cocinera, a lo que éste respondió con una sonora
carcajada y también a los gritos le dijo –pendejo de mierda, te falta mucho
para tener a semejante mujer-.
Jacinta
no sabía qué hacer. Con angustia, asustada y con gestos nerviosos se secaba las
manos en el delantal mientras le rogaba al joven que se fuera, al tiempo que
insistía que el capataz era su amor, su único amor, lo demás era pura
diversión.
El peón,
enceguecido y rechazado, acomodó el cuchillo para lanzarlo hacia el hombre que
seguía riendo y al advertir el gesto la mujer, rápida de reflejos, se puso
delante del Venancio a modo de escudo.
El arma
penetró justo en la zona del corazón.
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