miércoles, 23 de abril de 2014

Marta Becker



La cocinera  Marta Becker 

La Jacinta era cocinera de la estancia Los Sauzales desde que tenía quince años. Ahora pasaba la cincuentena. Era una mujer robusta, hombros bien marcados, busto prominente, caderas anchas, que iba siempre con las mangas remangadas, listas manos y brazos para mezclar la harina y poner a levar el pan.
Era la reina de la cocina y la peonada le tenía respeto, al igual que los patrones, quienes la dejaban hacer a su antojo, confiados en su sabiduría culinaria. Además, era poco receptiva  y hacía oídos sordos a pedidos y consejos.
Desde la madrugada se hacía cargo de las comidas de toda la estancia, tanto de los que quedaban en la casa como de los que se iban al campo. Nadie osaba quejarse de la planificación de sus menúes.
Jacinta estaba emparejada con el Venancio, capataz de Los Sauzales, hombre bien plantado, alto, moreno de tantas horas al sol, brazos fuertes, mirada penetrante, acostumbrado a controlar desde lo lejos el campo sembrado y a los trabajadores cumpliendo las tareas.
Cuando entraba a la cocina a la Jacinta se le iluminaban los ojos. Enseguida le preparaba algo especial, lo atendía a cuerpo de rey y de esta forma primaria le demostraba su amor.
Pero la Jacinta tenía un problema nada minúsculo. Le gustaban los muchachos jóvenes y peón nuevo que caía en la estancia era presa de la cocinera, quien no tenía empacho en sacarse rápido el delantal y levantarse la pollera.
Esto no tenía nada que ver con el cariño que le tenía al capataz, que  era el principal acreedor de sus gentilezas. Ella le explicaba que era como un entretenimiento, que él era el único a quien quería y no se cansaba de repetirlo y demostrárselo, sobre todo después de cada encuentro fortuito.
Así pasaba la vida de Jacinta, armoniosamente, entre ollas, muchachos y el Venancio.
Pero las cosas no se presentan tan fáciles como uno quisiera.
Cayó en la estancia un peón joven, impetuoso como todos los jóvenes, prepotente y al mismo tiempo adulador, de sangre caliente y mente corta, rápido para los mandados y más rápido para la agresión.
Y ocurrió que se enamoró de la cocinera.
Y se puso celoso.
Apuró a la Jacinta para ser su único hombre, el único macho, le dijo, y no quería que anduviera con nadie más, ni siquiera reconoció la antigüedad del capataz. Ella trató de persuadirlo de que dejara las cosas como estaban, no pensaba abandonar a su hombre, el Venancio, a quien quería y mimaba y era el más importante y principal ocupante de su cama.
Todas las explicaciones fueron inútiles y ella le pidió al peón que no volviera por la cocina. Pero los celos son traicioneros y el muchacho  no lo aceptó.
Caía un aguacero mientras el capataz compartía mates y tortas fritas en el reino de Jacinta cuando entró el peoncito, cuchillo en mano, e increpó a los gritos a Venancio para que dejara a la cocinera, a lo que éste respondió con una sonora carcajada y también a los gritos le dijo –pendejo de mierda, te falta mucho para tener a semejante mujer-.
Jacinta no sabía qué hacer. Con angustia, asustada y con gestos nerviosos se secaba las manos en el delantal mientras le rogaba al joven que se fuera, al tiempo que insistía que el capataz era su amor, su único amor, lo demás era pura diversión.
El peón, enceguecido y rechazado, acomodó el cuchillo para lanzarlo hacia el hombre que seguía riendo y al advertir el gesto la mujer, rápida de reflejos, se puso delante del Venancio a modo de escudo.
 El arma penetró justo en la zona del corazón.

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