La araminta Estela Smania
-El
infierno está aquí, en la tierra – susurraba, mientras el Jacinto se preguntaba
qué pecados tenían que purgar él y ella, mitad mujer y mitad niña.
-El gallo
cantó impar y fue a la noche – repetía buscando la oscura causa de sus males.
Cuando la
vida se le caía a pedazos por falta de apego, fue a ver a la vieja. Doña Sacramento
la escuchó en silencio. Silencio por fuera y silencio por dentro, que es la
mejor forma de escuchar. La Araminta quería un hijo. De su hombre o si no
quedaba otro remedio, de algún ánima bondadosa, de las que todavía flotan sobre
la tierra realizando buenas acciones que les permitan subir al cielo. La vieja
no tuvo dudas sobres las ganas de la Araminta que se le aparecían en el rostro
a través de unas ojeras profundas y violáceas. La Araminta quería reverdecer
como los árboles en primavera y que los pechos se le llenaran de jugo tibio y
dulzón como a las tunas del monte. Doña Sacramento le recetó unas infusiones de
culantrillo cada mañana antes del primer mate, la frotó con leche de cabra
recién ordeñada y rumió unas oraciones.
La
Araminta cumplió con la receta durante meses y cuando sintió en el vientre
abultado, signos evidentes de vida, corrió a contarle a doña Sacramento que se
había duplicado. Le agradeció la ayuda con un montón de palabras que ni ella
misma sabía que tenía adentro y con un cuarto de cabrito bien adobado con ají
picante. La vieja sin mostrar asombro por lo que la Araminta llamaba – el
milagro- le ofreció, antes de que se marchara, una botella que sólo parecía
contener agua y le recomendó que cada noche rociara las espaldas del niño,
porque sin duda se trataba de un varón, para que las alas le fueran creciendo y
no se le secaran como a la mayoría de la gente, y un día echara a volar, como
estaba escrito.
Cuando el
niño nació a la vida como un fruto maduro, el rancho se llenó de canciones de
cuna, de manos que aleteaban, de leche tibia y dulzona y de paños que se
secaban al sol y flameaban como banderas.
La
Araminta, con la constancia que da el amor, ejecutaba el rito de humedecer las
espaldas del hijo, que era la viva estampa del Jacinto, sabedora de que regaba
su soledad de un día.
No hay comentarios:
Publicar un comentario