miércoles, 23 de abril de 2014

Estela Smania


La araminta Estela Smania


                                                                                             Era la sed y el hambre,

                                                                                                      y tú fuiste la fruta.

                                                                                           Era el duelo y las ruinas,

                                                                                                  y tu fuiste el milagro

                                                                                                           Pablo Neruda.


Ya llevaba algunos años amañada con el Jacinto y aún no le había sido concedida la gracia. La Araminta se sentía como tierra de secano, asolada por los vientos de la desesperación, cuarteada por los fríos de la soledad, hambreada por las ganas de una ternura que se le negaba. Cada día, apenas despuntaba el sol, salía a caminar por el monte largas horas hasta que los pies, amarillos de aromos, le echaban sangre. Perseguía las cabras para mirarlas amamantar a sus crías, buscaba un duraznero en flor, descubría el lugar donde los pájaros tejen sus nidos, donde empollan las gallinas, donde se requiebran el caballo y la yegua. Después, casi a la oración, regresaba al rancho. El marido la curaba, le humedecía la cabeza ardida por la resolana, le ataba una vincha de cuero de iguana y le medía la pena en la mirada.
 -El infierno está aquí, en la tierra – susurraba, mientras el Jacinto se preguntaba qué pecados tenían que purgar él y ella, mitad mujer y mitad niña.
 -El gallo cantó impar y fue a la noche – repetía buscando la oscura causa de sus males.
 Cuando la vida se le caía a pedazos por falta de apego, fue a ver a la vieja. Doña Sacramento la escuchó en silencio. Silencio por fuera y silencio por dentro, que es la mejor forma de escuchar. La Araminta quería un hijo. De su hombre o si no quedaba otro remedio, de algún ánima bondadosa, de las que todavía flotan sobre la tierra realizando buenas acciones que les permitan subir al cielo. La vieja no tuvo dudas sobres las ganas de la Araminta que se le aparecían en el rostro a través de unas ojeras profundas y violáceas. La Araminta quería reverdecer como los árboles en primavera y que los pechos se le llenaran de jugo tibio y dulzón como a las tunas del monte. Doña Sacramento le recetó unas infusiones de culantrillo cada mañana antes del primer mate, la frotó con leche de cabra recién ordeñada y rumió unas oraciones.
 La Araminta cumplió con la receta durante meses y cuando sintió en el vientre abultado, signos evidentes de vida, corrió a contarle a doña Sacramento que se había duplicado. Le agradeció la ayuda con un montón de palabras que ni ella misma sabía que tenía adentro y con un cuarto de cabrito bien adobado con ají picante. La vieja sin mostrar asombro por lo que la Araminta llamaba – el milagro- le ofreció, antes de que se marchara, una botella que sólo parecía contener agua y le recomendó que cada noche rociara las espaldas del niño, porque sin duda se trataba de un varón, para que las alas le fueran creciendo y no se le secaran como a la mayoría de la gente, y un día echara a volar, como estaba escrito.
 Cuando el niño nació a la vida como un fruto maduro, el rancho se llenó de canciones de cuna, de manos que aleteaban, de leche tibia y dulzona y de paños que se secaban al sol y flameaban como banderas.
 La Araminta, con la constancia que da el amor, ejecutaba el rito de humedecer las espaldas del hijo, que era la viva estampa del Jacinto, sabedora de que regaba su soledad de un día.


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