Adiós papá Elsajaná
El padre se abrió paso entre los saludos que,
aquella vez, abundaban. Con el andar lento de los años, y el paso pesado de la
vida. Permiso… permiso… abriéndose camino hacia el abrazo final. Lo demás,
cuatro años tibios que mediaron entre esos cuerpos abrazados, sostenido a la
vista de todos, por primera vez abrazo. Como nunca antes abrazo. Como nunca
después.
Tenía ese
olor a pulóver varios días meditando el mismo dolor. Lana amuchada en una
siesta interrumpida por la tristeza y la necesidad de salir corriendo a decir
adiós. La calva transpirada de buscar respuestas al sol, dentro de ese autito
tantas veces arreglado que ¿llegaría a Ezeiza a tiempo?
El abrazo
parecía decir en qué fallé, por qué me abandonás a esta edad, qué pasó. Ella,
con la frescura de quien va detrás de un sentimiento profundo al que el corazón
ata sin pedir permisos, en pos de un ideal totalmente ajeno a la educación
recibida. En pos de un destino elegido que, con el tiempo, no se mereció.
Ambos, rumbo a su propio destino.
Se acercó
a abrazarla. Dijo que comprendía la decisión y que contaba con su apoyo y voto
de confianza. Ella se preguntaba por qué, por qué la comprendía, por qué
autorizaba, por qué no le gritaba
quedate-no-te-vayas-me-voy-a-morir-sin-vos.
El padre en el hall veía cómo regresar del aeropuerto. La hija en cabina, con todos sus silencios y
el llanto que no afloró hasta que el avión estuvo en el aire.
El llanto
se sostuvo mutuamente seco en el abrazo desesperado, intentando ignorar la voz
del alto parlante que anunciaba la partida de un vuelo que ya no se podía
detener. No volvieron a verse. Una vez, el llamó y dijo: “Estoy viejo hijita, y
vos ¿cómo estás?” La voz del padre se cortó y apareció la del hermano. Ella se
quedó desconcertada, con esa puñalada letal del destino en el corazón ya sin
demasiados comandos.
Un mes
más tarde, un familiar al teléfono, comunicaba que mejor así, que el destino manda,
que hasta el último suspiro no dejó de esperar el momento del encuentro.
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