miércoles, 23 de abril de 2014

Humberto Costantini









Rabia  Humberto Costantini

La culpa fue del calor. Del calor o del tipo que dijo eso. Pero a lo mejor la culpa no fue del calor ni del tipo. La culpa fue mía. O de la mujer esa que pasó. O de los setecientos pesos de la quincena. Qué sé yo.
Porque la rabia uno no sabe de dónde le viene. La rabia es una cosa que se le mete a uno en la boca y uno la va apretando, apretando en las carretillas como si no quisiera dejarla escapar. Eso es la rabia. Y además un frío que se siente aquí, en la boca del estómago.
Y a mí esa noche la rabia me había agarrado y yo le sentía hasta el olor empapándome la ropa.
Hacía mucho calor, mucho calor. A las once y media, cuando salí de casa, me recibió la calle con una bocanada de aire caliente. ¡Un calor tremendo esa noche! ¿Oyó ese ruido que hacen las gomas de los autos sobre el asfalto casi líquido? Chrchr-chrchr... ¿Y esa luz rara, esa luz como de brillazón que toman las calles entonces? Bueno, todo eso, el ruido, esa luz rara, todo eso me parecía que se dirigía directamente a mí para cargarme. "Sos un infeliz, Ernesto", me parecía que me decían. "Sos un inútil Ernesto. Linda noche elegiste para trabajar."
El chistido del asfalto me lo decía.
Y la luz de los faroles sobre la calle viscosa, la brillazón, era como una carcajada que se me iba poniendo adelante.
No, a veces los motivos, los hechos aislados, digamos, no justifican que uno ande así. Pero son todas las cosas, las que uno lleva arrastrando desde hace años y las que se le van apareciendo en el camino todos los días. Todas esas cosas que de pronto se juntan una noche con el calor, con la carcajada de la calle, con el tipo que dijo eso, con la mujer y se le tiran encima para enloquecerlo.
Y antes no era así. Las cosas, mirándolas desde afuera eran las mismas. Trabajaba en la fábrica igual que ahora. Ganaba mil cuatrocientos igual que ahora. Mi mujer y los cuatro pibes igual que ahora. Y sin embargo era distinto.
En el fondo de casa hay un pedacito de tierra. Allí yo tenía la quinta. Media docena de canteros, unos surcos para los tomates y nada más. Todo en ese pañuelito de cuatro por cuatro. Por la noche, al volver de la fábrica me entretenía en ese pedacito de tierra, Punteaba, sacaba los yuyos o regaba. Mate va, mate viene y yo metido en la quinta.
Pero ahora no. Ahora no hago nada en la quinta. Casi ni me acerco por el fondo para no verlo cómo está. Hecho una mugre.
¿Y eso es tan importante?, me podrán preguntar. No, eso solo no es, claro. Pero eso es una parte. Están los encendedores. Ahora vendo encendedores automáticos. Por la noche, en vez de carpir la quinta, salgo por ahí, por los cafés y vendo encendedores. Y eso es otra parte.
Yo no sirvo para vender nada. Siempre me dieron un poco de lástima esos tipos que andan de noche vendiendo lapiceras, relojes de contrabando o libros pornográficos. Yo hubiera preferido otra cosa. Una changa, un trabajo de cuatro horas para hacerlo entre las nueve y la una, por ejemplo.
Pero las cosas vinieron mal y tuve que hacerlo.
Un día viene Juan y me explica el asunto de los encendedores. Hay un ruso que se los da a cuarenta pesos.
- Los podés vender a sesenta, cincuenta, según-. Yo no quería agarrar. Pero en ese momento era lo único que tenía y no podía andar eligiendo. Mi mujer me dice:
- Mirá Ernesto, mientras no consigas otra cosa yo creo que podrías salir, ¿no es cierto?
Tenía razón la pobre.
¿Usted sabe lo que es trabajar como un burro. Siempre. Y ver que la plata de la quincena se le escapa como arena fina entre los dedos, que en menos de lo que canta un gallo ya no le queda nada y tener que vivir de fiado hasta cobrar la otra?
Claro, eso contado así no dice nada. Pero una rabia sorda, un malestar se va desparramando por la casa. Se lo siente flotar como un humo. Se lo ve sentarse a la mesa y montarse en el aliento de todos.
Los diarios le llaman inflación. Que se vayan a la puta que los parió. Lo único que hay es eso. Una telaraña de rabia sorda que se va tejiendo día a día sobre su cabeza.
Por eso acepté.
Los primeros días me daba vergüenza. No me animaba a apalabrarla a la gente. A veces llegaba a un café, miraba desde la puerta y me iba sin entrar.
El encendedor tiene la forma de una pistola. Uno aprieta el gatillo y tac, salta la llamita. Yo semblanteaba las mesas, elegía un candidato y me le acercaba. Cuando llegaba frente a él ponía cara de pavo, le apuntaba con el encendedor y tac, la llamita saltándole delante de la nariz.
A algunos le daba risa y se ponían a mirar. Y así, unos veinte o treinta pesos me los sacaba si la noche venía bien.
Pero un gusto amargo se me iba juntando en la boca. Me sentía un infeliz. Pensaba en el trabajo de la fábrica, en la quincena que se iba achicando cada vez más, en el madrugón del otro día, en la quinta, ¡en tantas cosas...!
Y la rabia se me iba metiendo en el alma noche a noche. El frío ese que se siente aquí, en la boca del estómago.
Es una cosa rara eso. Es un vértigo que se le sube a los ojos y le hace odiar hasta las baldosas que pisa.
Yo miraba la gente. Despreocupada, feliz, me imaginaba. y sentía lo mismo que cuando de muchacho trabajaba en una obra de la calle Godoy Cruz y veía entrar los taxímetros al amueblado. Un compañero me guiñaba el ojo y se reía. Yo no me podía reír. Sentía ese vértigo aquí, en la boca del estómago y me ponía pálido.
Vaya a saber por qué me acuerdo de eso ahora.
Esa noche el calor casi me ahogaba. Brotaba de las paredes el calor. Chorreaba y se amontonaba en las calles. Y a mí me envolvía, me estrangulaba.
Y el calor y el chistido del asfalto y el lomo viscoso de la calle se iban metiendo en la rabia uno por uno.
Cuando paré a comprar cigarrillos, el gallego del quiosco empezó a hablarme como otras veces. Y a mí me dieron unas ganas bárbaras de agarrarlo por el pescuezo y gritarle: "Callate la boca pajarón, a mí qué me importan todas las pavadas que me estás diciendo, gallego boludo."
Y eso que el gallego es un buen hombre y que nunca me hizo nada. Pero la rabia es así. La rabia se le mete por la sangre, por los ojos y entonces todas las cosas, el gallego y el calor, son como latigazos que le pegaran a uno en la cara.
Y después la mujer. Había caminado unas cinco cuadras cuando al llegar a la esquina la veo, esperando un taxi.
Una rubia bárbara. Iba para la milonga, seguro. Linda deveras, ¿sabe? Unos ojos como de tormenta y un vestido de esos brillantes enguantándole las caderas. Allí plantada en la esquina parecía como venida de otro mundo.
Yo paso y la miro. Después me paro y la sigo mirando. Sabía que no era para mí, ¡pero qué se yo!, a lo mejor por eso la seguí mirando. De rabia.
Ella pesca al vuelo la situación. Se da vuelta despacio, me mide de arriba a abajo como al desgano, me tira con esa mirada canchera y sigue esperando el taxi.
Y yo sigo caminando. Pero esa mirada. Yo sabía lo que me quería decir con esa mirada. ¡Puf! Como si lo estuviera oyendo: - Mandate a mudar, infeliz-. Eso me quería decir.
Y la rabia subiéndome como un mareo. Apretándoseme en la frente y en el pescuezo como un retobo.
Y la brillazón ahí adelante. El lomo viscoso de la calle riéndose de mí, provocándome con su carcajada.
Caminaba y el ruido de cada paso era una sílaba que salía rebotando por la vereda: man-da-te-a-mu-dar-in-fe-liz.
Y la telaraña y los setecientos pesos de la quincena y la quinta y todo, todo se apiñaba en esa frase que yo oía cada vez más claro: "Mandate a mudar infeliz, mandate a mudar infeliz".
Y ya no estaba seguro si la mujer lo había dicho o no. O si era la noche, o la gente que pasaba o la vida que me seguía, golpeándome chirlo a chirlo con esa frasecita: mandate a mudar infeliz.
Así entré al café. Así, con esa frase zumbándome en los oídos. Y con esa cosa rara que se siente aquí, en la boca del estómago.
Tomo una copa para serenarme y empiezo a recorrer las mesas.
Tac, la llamita del encendedor saltando como una estrella amaestrada.
Tac. una vez, dos veces.
-¿Le parece muy caro, señor? ¿Cuánto me quiere dar, vamos a ver?
Tac, la llamita del encendedor jugando frente a los dados curiosos.
Tac, tac.
- Ni por cien pesos lo consigue. Contrabando sueco. Mírelo bien, señor.
Tac, la llamita coqueteando de rostro en rostro.
Tac, tac, una y otra vez.
-Apretá el gatillo y enciende. No falla nunca. ¿Ve señor?
Tac, tac.
Y de pronto, allá, el tipo gordo que está jugando a las cartas. Allá, al lado del espejo, separado de mí por varias mesas. Los porotos me dicen que está ganando y en seguida pienso: candidato.
Entonces, sin apuro, empiezo a caminar hacia él.
El mozo pasa al lado mío gritando algo.
Desde el billar me llega el chac-chac de una carambola.
Y yo camino hasta donde está el tipo gordo y le voy apuntando con el encendedor
Me le arrimo, sonrío, le acerco el encendedor a la cara y tac, la llamita esperando su mirada de sorpresa.
¿Pero por qué no hubo mirada de sorpresa? ¿Por qué ese gruñido que largó mientras siguió orejeando las cartas y después esa frase que refunfuñó entre dientes: -mandate a mudar, infeliz.
El me lo dijo. El tipo gordo me lo dijo. No la noche, no. Ni la mujer, ni la vida, no no. Es el tipo que está allí, a un paso mío, repatingado en su silla y jugando a las cartas.
El, que me conoce todas las cosas y por eso me desnuda de golpe y me dice: - Mandate a mudar, infeliz.
Y entonces viene el ruido de las sillas al correrse y de la gente que grita. La gente grita y muchos brazos me agarran de todos lados. Y el tipo gordo está allí, debajo mío. Y los brazos me sujetan y me golpean. Pero ya es tarde. Porque yo le rompí la botella en la nuca.
Y al pedazo que me queda en la mano se lo aprieto fuerte en la garganta. Cuando los brazos me sujetan y me golpean, lo aprieto fuerte, fuerte todavía, como si allí, en ese pedazo de vidrio oscuro que me lastima la mano, se hubiera amontonado de golpe toda la noche. 

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