SUEÑO DE DÉDALO, ARQUITECTO Y AVIADOR
Una noche de hace miles de años, en un
tiempo que no es posible calcular con exactitud, Dédalo, arquitecto y aviador,
tuvo un sueño.
Soñó que se encontraba en las entrañas de
un palacio inmenso, y estaba recorriendo un pasillo. El pasillo desembocaba en
otro pasillo y Dédalo, cansado y confuso, lo recorría apoyándose en las paredes.
Cuando hubo recorrido el pasillo, llegó a una pequeña sala octogonal de la cual
partían ocho pasillos. Dédalo empezó a sentir una gran ansiedad y un deseo de
aire puro. Enfiló un pasillo, pero este terminaba ante un muro. Recorrió otro,
pero también terminaba ante un muro. Dédalo lo intentó siete veces hasta que,
al octavo intento, enfiló un pasillo larguísimo que tras una serie de curvas y
recodos desembocaba en otro pasillo. Dédalo entonces se sentó en un escalón de
mármol y se puso a reflexionar. En las paredes del pasillo había antorchas
encendidas que iluminaban frescos azules de pájaros y de flores.
Sólo yo puedo saber cómo salir de aquí, se
dijo Dédalo, y no lo recuerdo. Se quitó las sandalias y empezó a caminar
descalzo sobre el suelo de mármol verde. Para consolarse, se puso a cantar una
antigua cantinela que había aprendido de una vieja criada que lo había acunado
en la infancia. Los arcos del largo pasillo le devolvían su voz diez veces
repetida.
Sólo yo puedo saber cómo salir de aquí, se
dijo Dédalo, y no lo recuerdo.
En aquel momento salió a una amplia sala
redonda, con frescos de paisajes absurdos. Aquella sala la recordaba, pero no
recordaba por qué la recordaba. Había algunos asientos forrados con lujosos tejidos
y, en el centro de la habitación, una ancha cama. En el borde de la cama estaba
sentado un hombre esbelto, de complexión ágil y juvenil. Y aquel hombre tenía
una cabeza de toro. Sostenía la cabeza entre las manos y sollozaba. Dédalo se
le acercó y posó una mano sobre su hombro. ¿Por qué lloras?, le preguntó. El
hombre liberó la cabeza de entre las manos y lo miró con sus ojos de bestia.
Lloro porque estoy enamorado de la luna, dijo, la vi una sola vez, cuando era
niño y me asomé a una ventana, pero no puedo alcanzarla porque estoy prisionero
en este palacio. Me contentaría sólo con tenderme en un prado, durante la
noche, y dejarme besar por sus rayos, pero estoy prisionero en este palacio,
desde mi infancia estoy prisionero en este palacio. Y se echó a llorar de
nuevo.
Y entonces Dédalo sintió un gran pesar y el
corazón comenzó a palpitarle fuertemente en el pecho. Yo te ayudaré a salir de
aquí, dijo.
El hombre-bestia levantó otra vez la cabeza
y lo miró con sus ojos bovinos. En esta habitación hay dos puertas, dijo, y
vigilando cada una de las puertas hay dos guardianes. Una puerta conduce a la
libertad y otra puerta conduce a la muerte. Uno de los guardianes siempre dice
la verdad, el otro miente siempre. Pero yo no sé cuál es el guardián que dice
la verdad y cuál es el guardián que miente, ni cuál es la puerta de la libertad
y cuál es la puerta de la muerte.
Sígueme, dijo Dédalo, ven conmigo.
Se acercó a uno de los guardianes y le
preguntó: ¿Cuál es la puerta que según tu compañero conduce a la libertad? Y
entonces se fue por la puerta contraria. En efecto, si hubiera preguntado al
guardián mentiroso, éste, alterando la indicación verdadera del compañero, les
habría indicado la puerta del patíbulo; si, en cambio, hubiera preguntado al
guardián veraz, éste, dándoles sin modificar la indicación falsa del compañero,
les habría indicado la puerta de la muerte.
Atravesaron aquella puerta y recorrieron de
nuevo un largo pasillo. El pasillo ascendía y desembocaba en un jardín colgante
desde el cual se dominaban las luces de una ciudad desconocida.
Ahora Dédalo recordaba, y se sentía feliz
de recordar. Bajo los setos había escondido plumas y cera. Lo había preparado
para él, para huir de aquel palacio. Con aquellas plumas y aquella cera
construyó hábilmente un par de alas y las colocó sobre los hombros del
hombre-bestia.
Después lo condujo hasta el borde del
jardín y le habló.
La noche es larga, dijo, la luna muestra su
cara y te espera, puedes volar hasta ella.
El hombre-bestia se dio la vuelta y lo miró
con sus mansos ojos de bestia. Gracias, dijo.
Ve, dijo Dédalo, y lo ayudó con un empujón.
Miró cómo el hombre-bestia se alejaba con amplias brazadas en la noche, volando
hacia la luna. Y volaba, volaba.
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