Un prolijo
desorden
E. Claudio Steffani
Cuantas
cosas que esconden los espacios que uno habita, con la permanencia de la cuarentena
salen a la luz y recuperan el brillo que el olvido y el tiempo trascurrido les
quito, y me doy cuenta que estuve mucho tiempo de paso en mi
propio lugar.
Faltan
sillas, sobran papeles, libros y compac disc, mientras desde mi biblioteca la
rèplica del mascaròn de proa que traje de Isla Negra, me apunta con sus tetas
entre cuatro botellas de vino vacìas, firmadas por los enólogos de sus propias
bodegas, junto al trébol de metal que compre en la Alhambra.
En
los interiores hay fantasmas propios y objetos que uno elude, por la carga
emotiva, pero ambos están acà conmigo, compartiendo y aceptando este demorado
encuentro.
Hay
una desprolijidad tan construida, como mi propia existencia, ocupando una
notoria centralidad, libros que me hicieron crecer, con algunas fotos de amores
pasados entre sus páginas, el farol a querosene negro del ferrocarril, un
sourvenir del bautismo de mi sobrina nieta Morena, un par de piedras recogidas
de una vereda rota en Lisboa, la foto brindando con mi padre en el último año
nuevo que pasamos juntos, el cupido de bronce con el arco sobre la espalda,
mirando hacia arriba, como buscando un corazón para flechar, el cuadro que
pintó mi madre con su paisaje nevado del sur, un caracol de la Isla de las
Damas, donde el maestro Enrique Pichón Riviére visitaba en su adolescencia de
Goya, mi hogar móvil de cuatro rueditas, asomando debajo de un mueble, que me
acompaño en la mayoría de mis soñados viajes.
Un
prolijo desorden, cargado de vivencias y recuerdos que, comienzan hace muchos
años, pasan por este sitio y vuelan miles de kilómetros en esta inmensa quietud
del silencio, y que me hace repensar este universo de imágenes y objetos de mi
construida soledad tan acompañada, a pesar de la distancia social y el
resguardo administrado cotidiano de convivir con uno mismo.
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