jueves, 21 de mayo de 2020

E. Claudio Steffani



Un prolijo desorden  
E. Claudio Steffani

Cuantas cosas que esconden los espacios que uno habita, con la permanencia de la cuarentena salen a la luz y recuperan el brillo que el olvido y el tiempo trascurrido les quito, y me doy cuenta que estuve mucho tiempo de paso  en mi  propio lugar.
Faltan sillas, sobran papeles, libros y compac disc, mientras desde mi biblioteca la rèplica del mascaròn de proa que traje de Isla Negra, me apunta con sus tetas entre cuatro botellas de vino vacìas, firmadas por los enólogos de sus propias bodegas, junto al trébol de metal que compre en la Alhambra.
En los interiores hay fantasmas propios y objetos que uno elude, por la carga emotiva, pero ambos están acà conmigo, compartiendo y aceptando este demorado encuentro.
Hay una desprolijidad tan construida, como mi propia existencia, ocupando una notoria centralidad, libros que me hicieron crecer, con algunas fotos de amores pasados entre sus páginas, el farol a querosene negro del ferrocarril, un sourvenir del bautismo de mi sobrina nieta Morena, un par de piedras recogidas de una vereda rota en Lisboa, la foto brindando con mi padre en el último año nuevo que pasamos juntos, el cupido de bronce con el arco sobre la espalda, mirando hacia arriba, como buscando un corazón para flechar, el cuadro que pintó mi madre con su paisaje nevado del sur, un caracol de la Isla de las Damas, donde el maestro Enrique Pichón Riviére visitaba en su adolescencia de Goya, mi hogar móvil de cuatro rueditas, asomando debajo de un mueble, que me acompaño en la mayoría de mis soñados viajes.
Un prolijo desorden, cargado de vivencias y recuerdos que, comienzan hace muchos años, pasan por este sitio y vuelan miles de kilómetros en esta inmensa quietud del silencio, y que me hace repensar este universo de imágenes y objetos de mi construida soledad tan acompañada, a pesar de la distancia social y el resguardo administrado cotidiano de convivir con uno mismo.

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