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Carlos Margiotta
El país del otoño
Carlos Margiotta
Mi pueblo se vestía de escuela, en los abriles
tímidos, de humedad y amarillo. Un silencio de hojas secas rueda por el patio
de suaves baldosas. Contemplo a la bandera izarse por el mástil, lentamente,
cantando "Aurora", entre el gorro de lana y el sacón del uniforme. Es
tan gris la soledad del piano. Suena como una sombra en las manos apagadas de
la maestra de música. Los leños del eucalipto arden tiernos calentando el
chocolate mañanero que me abrigará la panza. Detrás del médano, una brisa trae
un poema del mar, como un eco de llovizna. Los pasos hacia el aula de cedro
gambetean las malvas del camino, y en la fila la señorita Esther, nos nombra
uno a uno con su voz oscurecida. En el pupitre, sueño con ser grande, con la
sopa de mamá, y el regreso de mi padre, que me viene a buscar desde la neblina,
silbando un tango de aserrín. Después, la campana, el recreo, la campana, el
aula, el pupitre, la campana, el camino de malvas, y las tres cuadras sin
matices hacia la casita de la infancia, pintada de ocre y garúa, atardeciendo
en el tiempo, como un recuerdo.
Otoño, estación del año, ocaso, abril, atardecer,
declinación, madurez, sabiduría, nietos, algo que empieza a terminar. La
literatura ha significado muchas veces al otoño como el período de la vida
humana hacia la vejez. Contrariamente, el otoño nos muestra una extraordinaria
belleza en sus colores, aromas, paisajes, y la tibieza temprana de la puesta
del sol. Los que disfrutan la edad del otoño saben también, que otoñar es
sazonarse como la tierra, que poseen abundancia de pastos, que es el tiempo de
la plenitud, donde se puede discriminar lo principal de lo secundario. El otoño
es como un segundo brote, el más maravilloso.
En otoño, mi madre preparaba las conservas que tanto
nos gustaban, con la vana ilusión de que sobrevivirían todo el invierno.
Recuerdo verla llegar de la feria, que se armaba los martes y jueves sobre el
empedrado de una de las calles del barrio, cargada con las bolsas repletas
berenjenas, morrones, tomates, peras y las últimas frutas de estación. Después,
en la pequeña cocina de la casa, donde todas las habitaciones daban al patio,
le dedicaría toda la jornada a elaborar sus famosos manjares. Doña, ya que hace
para usted, me hace un frasquito para mí, escuchaba decirle a Alicia, la vecina
de al lado. El dulce de tomate era mi preferido, su sabor todavía perdura en
mis sentidos y aunque lo busco en algún envase del supermercado, como se busca
la infancia, sé que nunca más lo volveré a encontrar. Perdura como perduran las
cosas buenas, contra el olvido.
La esperanza, es una puta vestida de verde, decía
Cortázar, y nunca es vana, decía Borges. A menudo confundimos la ilusión con la
esperanza. La ilusión es una apreciación equivocada de la realidad mediante la
cual la investimos con nuestros propios deseos, y nos sirve para evitar el
sufrimiento y soportarla. La esperanza, en cambio, surge de la oscuridad o de
la desesperación, como el Ave Fénix, la esperanza, renace de las cenizas
dejadas por los sueños quemados y carbonizados de los hombres. La primera es
pasiva y nos engaña, la segunda es activa y con ella resucitamos. En este año
habrá elecciones, no seamos ilusos pero conservemos la esperanza.
Lejos de la aldea, la ceremonia. Los hombres están
sentados alrededor del fuego. Esta noche uno de ellos tendrá que partir hacia
el país del otoño. Esta noche otro hombre ocupará su lugar. Desde las ramas de
los árboles las aves nocturnas contemplan la despedida. El hombre que cruzará
la frontera se pinta la cara con polvo de luciérnagas, es el rito. Los trazos
rasgan su piel encendiéndola con numerosos colores que estallan en la oscuridad
como un relámpago. Al país del otoño van aquellos que han aprendido a escuchar
hasta el mínimo rugir de la naturaleza. La voz fue antes de la palabra. Los
hombres se ponen de pie y danzan en círculo. En el centro solamente el alma.
"No des nunca una lanza a un hombre que no sepa bailar", cantan. Al
país del otoño van únicamente los que
han aprendido a mirar hasta el más íntimo gesto de piedad. El hombre que va a
partir rompe el círculo y monta su caballo. Cuando cruza la frontera el grito
de las fieras lo saludan y los árboles se inclinan,
de la naturaleza. La voz fue antes de la palabra.
Los hombres se ponen de pie y danzan en círculo. En el centro solamente el
alma. "No des nunca una lanza a un hombre que no sepa bailar",
cantan.
Al país del otoño van únicamente los que han aprendido a mirar hasta el más íntimo
gesto de piedad. El hombre que va a partir rompe el círculo y monta su caballo.
Cuando cruza la frontera el grito de las fieras lo saludan y los árboles se
inclinan, como si el viento huyera. Otro hombre se acerca a la hoguera, y ocupa
su lugar. En el país del otoño hay mucho por hacer.
Y en este otoño de adultos mayores descartables, de
ancianos que deben solicitar permiso para dar una vuelta a la manzana,
calificados como una especie en extinción, muchos de ellos depositados
geriáticos, alejados de la tecnología, desvinculados de sus afectos mas
cercanos. El otoño de la cuarentena es una ocasión para el aprendizaje, y
elegir cambiar lo individual por lo colectivo, lo material por lo espiritual,
el egoísmo por la solidaridad, el olvido por la memoria, el rencor por el
perdón, lo público por lo privado, lo superfulo por lo necesario, la
competencia por la cooperación, el miedo por el coraje, el ayer por el mañana,
la velocidad por la lentitud, la oscuridad por la esperanza, el hablar por la
escucha, la mentira por la verdad, la indiferencia por el amor, el sexo por la
ternura, lo sinestro por lo maravilloso.
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