Esa mujer
Carlos Margiotta
El
hombre salió de su casa y tomó el colectivo que lo llevaría a la estación Federico Lacroze, como todos
los sábados. Allí tomaría el tren para
ir a visitar a su amigo que estaba internado en un hogar de adultos mayores
hacía varios años. A pesar de la molestia que le ocasionaban esas visitas,
sentía que no podía abandonarlo después de haber compartido la escuela, el
barrio y la vida.
Cuando
el tren se detuvo en la estación Lourdes había empezado a llover. Abrió el paraguas
y descendió por al anden hasta la ancha avenida. Caminó las cuatro cuadras que
lo separaban del lugar tratando de no mojarse los pies. Entró por la amplia
puerta de rejas y atravesó el gran parque lleno de plantas y árboles que
terminaban en la casa principal.
El
recuerdo de aquella noche cuando Mercedes, la hija su amigo, lo llamó desesperada
se Iba perdiendo poco a poco en su memoria. “… ¿Podes venir?, la policía lo encontró
tirado en la calle… Ayudame, lo quiero llevar a casa”. Había dicho.
Las
chicas de recepción lo saludaron con la amabilidad de siempre. “Buenos días, el
señor lo está esperando en el comedor”.
Mientras
se dirigía al gran salón rodeado de ventanas por las que veía el jardín creyó
ver a una nueva habitante del lugar. La mujer estaba sentada en una silla de
ruedas y su imagen llamó su atención. Alta, de pelo blanco y enrulado que caía
sobre su espalda. El hombre se detuvo un instante para observarla mientras su amigo
agitaba las manos para indicarle el donde se encontraba.
La
cara de la mujer de unos 70 años estaba sembrada de pecas entre las cuales brillaban
unos enormes ojos celestes. Era hermosa, como aquella, (pensó) al ver esos ojos irrepetibles se le arrugó el
corazón.
“Tiene
un Alzheimer precoz para su edad, hay que medicarlo y contenerlo hasta que se
de cuenta que no puede andar solo por las calles y de que necesita de la
compañía de otros. Podrá mejorar un poco pero la enfermedad es progresiva”.
Había dicho el médico después de los primeros análisis donde sus hijos
decidieron la internación.
Detrás
de la mesa se abrazaron y comenzaron una larga conversación entrecortada por la
ausencia de palabras y los fragmentos incoherentes de los recuerdos mal recortados
por el tiempo.
El
hombre se sentó a varios metros de distancia frente esa mujer, y no dejó de
mirarla. (¿Es ella?). Después compartirían el almuerzo con su amigo mientras la
charla se iba desvaneciendo hasta el momento obligado de la siesta.
Frente
a la ventana, ella veía como se escurría el agua por los vidrios. Hacía gestos
con las manos y movía los labios como hablando. Él la siguió mirando por encima
de los hombros de su amigo hasta que en un momento una mueca reconocida de sus
labios parecíeron decirle como entonces: “Dame un beso”.
Terminaron
de almorzar y después del café empezaron los bostezos. “Me voy a dormir Negrito,
sos el único que me visita”. Le dio una palmada en la espalda y se acercó al
hall de entrada para saber las novedades en el estado de salud de su compañero.
“Todo normal, esta estable”, dijeron.
Se
sentó en uno de los sillones del hall de entrada para adormecer el impacto
inesperado de aquel encuentro y respiró hondo. Tenía la certeza que esa
misteriosa y bella mujer había sido el amor de su vida. Nada es casual, todo el
universo concurre en un instante cuando el deseo es muy fuerte.
Sabía
que esa mujer le ocuparía el pensamiento y la pasión por el resto de sus días.
En
el viaje de regreso en tren la lluvia se convirtió en diluvio, y el ayer se le
apareció de repente mojando sin compasión los años setenta, la facultad, la
militancia, el regreso de Perón, y aquella enrulada cabellera pelirroja desparramada sobre su espalda
desnuda, tan bella y tan amada.
En
la semana buscó noticias, antecedentes, fotos, testimonios, alguna pista que le
devolviera la noche cuando se la llevaron detenida a la salida de la facultad.
Pero todo fue en vano. A los pocos años la Justicia la dio por desaparecida.
Todavía
conservaba la lapicera con la que escribió su número de teléfono y la bufanda
color camello que ella le regalara aquella noche fría después de acostarse por
primera vez.
El
viernes no pudo dormir. La inquietud de volverse a encontrar con ella le hizo
imaginar múltiples formas de acercarse, de tomarle la mano, de mirarla a los
ojos para reconocerse, hasta de besarla.
El
sábado amaneció luminoso, la primavera entraba en su apogeo. Cuando llegó al
Hogar, su amigo estaba recostado sobre una reposera en el jardín de la casa.
Miró alrededor buscándola pero no la vio. Trajo una silla de mimbre para
sentarse a su lado y le entregó el
último número una revista de ciencias que le regalaba todos los meses. El amigo
había sido un cotizado ingeniero electrónico especializado circuitos y decía
que el Hogar era un sitio ideal elaborar diseños. En su pieza tenía una pequeña
computadora donde, decía, trabajaba seis horas por día. El hombre no lo
contradijo, siguiendo los consejos del médico.
Cuando
sonó el timbre recogieron sus cosas y entraron a la casa para dirigirse al
salón comedor. Allí, frente a la ventana estaba ella mirando el paisaje donde
amanecían las flores. Buscaron la mesa de siempre y el hombre se sentó enfrente
para volver a observarla como la última vez. La mujer gesticulaba y movía los
labios y cada tanto parecía girar la cabeza para mirarlo. Después una asistente
del Hogar se acercó con un plato con el almuerzo y le dio de comer en la boca
con una cuchara.
Antes
de despedirse de su amigo el hombre saco el celular del bolsillo del pantalón y
le mostró las imágenes de sus nietos. Después le saco fotos del lugar donde
atravesaba el sol y de la mujer. Esperó que el salón se desocupara y se acercó
a ella, giro la silla de ruedas para verla de frente. “Te acordás de mi”. Ella
levanto la vista sin mirarlo. Él tomo sus manos entre las suyas y no pudo
resistirse a darle un beso en la mejilla.
Así
se quedaron un largo rato. Los ojos celestes se fueron empañando lentamente.
Cuando
el hombre dejó su asiento para despedirse hasta el próximo sábado escuchó una
voz que le decía. “Te extrañé mucho negrito”
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