SIMÓN
Susana Zazzetti
Dónde
estarás. Me pregunto. Ahora que es enero, sufre
Haití, hay viento, colorea el sol la piel pero no llueve. Dónde estarás, con tus ojos
de cielo que a lo mejor ya no son tanto como cuando toda la infancia te
regalaba solamente a vos, a vos, su inocencia y su luz.
Y
es esta luz, -la tuya, digo - ahora sin geografía cercana la que me devuelve
los días que están siempre a contranube del recuerdo.
Crecimos
juntos. Nuestras familias veraneaban juntas. Anduvimos juntos por las siestas
de calor de muchos veranos, allá, en Alta Gracia, entre sapos, mariposas y
barriletes. Vos, con tus primos. Yo, con
mis seis hermanos. Cercanía de cuerpos
tibios ignorantes de esa tibieza.
Siempre
fue como un tácito acuerdo entre padres.
Como si estuviera escrito en el arroyo - más piedras que agua -, que
debíamos amarnos, vivir juntos, tener hijos.
Vos, delgado, manso, con tu ondulado cabello rubio guerreando contra el
viento. Yo, menuda, con mi risa de plata.
-
Dale la mano a Lara para cruzar, Simón- decía tu madre o la mía, era lo mismo.
-
Te mando a Simón para que Lara practique con él las tablas- decían.
Y
ahí estábamos los dos. Lejos del dos por dos son cuatro ¿ no es cinco? repetido
por automatismo.
Se
colgaba una mirada de otra, y las manos siempre cerca, electrizadas, sin
tocarse, al filo de la caricia que anónimamente rasgaba el aire.
Después,
la vida. Creo. Con vos, el vals de los quince años, la tarjeta de egresado
desde Bariloche, la mirada que desnudaba las vías cuando al irte a estudiar
subiste al tren que te llevaba distante.
Y
otra vez la vida. Creo. O me parece. O nosotros, que tal vez preferimos la
nostalgia tonta de un buen recuerdo porque no cruzamos ningún puente, porque no
hicimos repiquetear el timbre del teléfono a la madrugada, me muero por vos,
quiero verte.
Después,
el tiempo. Yo me casé, tuve hijos. Me devoró la ausencia. Te quedaste en otra
ciudad. Te devoró el silencio.
Pero
hoy, cuando no sé porqué una fuerza me empujó a abrir justamente este libro, me
recibió aquella ramita de trébol que me regalaste una navidad junto al arroyo y
que yo no recordaba haberla ocultado entre
las hojas de" Vendrá la muerte y tendrá tus ojos", justito en
la página que dice:"(Será) como el resurgir de un rostro muerto/ como
escuchar unos labios cerrados/. Mudos, descenderemos en el remolino".
La
culpa es de Pavese, aunque él no sabe que me devolvió un montón de años en un
instante. Tampoco sabe - ni lo sabrás
vos -, que también en un instante me hizo sentir que con urgencia te reclamaban
mi cuerpo y mi boca. Pero a destiempo. Simón.
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