Todos los jueves
Marta Becker
La conocí
en un baile una noche de abril. No era
muy alta, de formas generosas y bien proporcionadas, cabello abundante color
caoba que caía sobre sus hombros, rostro ovalado de mentón prominente, nariz
aguileña y pómulos marcados. En realidad, me llamó la atención no porque fuese linda, exactamente, sino por
la mirada. Sus ojos, oscuros y profundos, se perdían en una distancia
indefinida y, cuando me miraron, ambos
supimos al instante que éramos complemento.
Toda ella
se envolvía en una nube de misterio. Sus gestos, sus palabras cuando conversamos,
su falta de pasado. Desde un principio estableció que no tenía nombre, era una
desconocida y así debía mantenerse y mantenerme, en una relación con alguien
anónimo y subyugante. Porque me atrapó desde el principio. Estar en su compañía
era como tocar el cielo, transportarme, vivir en una nebulosa, algo que nunca
soñé me ocurriría, yo, que justamente era rápido para el enamoramiento y más
rápido para el abandono.
Establecimos
vernos todos los jueves. Después del baile nos íbamos a un hotel o a mi departamento,
nunca a su casa. Tampoco sabía dónde vivía.
Desnudarla
lentamente, extasiarme con su perfume, acariciar su piel de seda, sentir que
todo su cuerpo se tensaba ante mi roce, abrirse en todo su esplendor y sin
negaciones me cambió la vida. Yo era
otro a su lado. Cada encuentro era diferente, con el mismo sabor de la aventura
y al mismo tiempo como si nos conociéramos de siempre.
Irradiaba
una extraña belleza, pero nunca pude interpretar el lenguaje de sus ojos, de su
mirada, a veces alegre, otras de llanto
sin lágrimas, impenetrable.
Por mi
cabeza pasaban mil historias respecto a su vida, y obtenía sólo silencio
cuando, sutilmente, la indagaba. Supongo que sus secretos eran parte de su
atractivo, que la hacían tan especial.
Cierto
día estábamos charlando en el bar cuando su expresión se transformó. Perdió
color, se le borró la sonrisa y enmudeció.
¿Qué
pasa, a quién viste? le pregunté y ante su silencio yo también callé. Pasé la vista por entre los
presentes pero no pude darme cuenta de qué o quién se trataba para que ella
cambiara de esa manera.
Se
levantó de inmediato y con un gesto rápido se despidió.
No la
volví a ver.
Sentí su
ausencia en todo, en el cuerpo, en la mente, en el alma. Se me había penetrado
como un vicio. Todos los jueves la esperaba sentado a la misma mesa,
impaciente, dolorido e intrigado.
El tiempo
cubrió las heridas pero ya nada fue lo mismo. Pasaron diez años y yo seguía
fiel a un recuerdo que me mantenía vivo pero solitario.
Regresó
un jueves de lluvia.
Había
ganado algunos kilos, llevaba el cabello corto y sólo su mirada profunda y
misteriosa seguía igual.
Se sentó
y comenzamos a conversar como si nos hubiéramos visto la semana anterior. No
hice preguntas, me limité a contemplarla como un adolescente embelesado.
Pero de
golpe sentí que algo se quebró. Se vinieron encima los años de ausencia, la
curiosidad ya no tuvo el mismo sabor, mi piel no buscó su piel.
Y desperté.
No volví más al lugar.
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