Sentáte frente a mí
Mercedes Sáenz
Vos
en tu mejor silla, en que los pies mecedores te hamacaban como a alguna vez un
bebé.
Las
manos cruzadas arriba de tus muslos sostenían una plegaria muda a tu dios
personal
Conversábamos
así, sentada yo en el suelo con tus manos hermanadas en las mías, juntas y sin
apretarse, como un lazo que traducía las cosas incomprensibles del mundo
después de hablar durante tiempos y tiempos.
No
eras mi padre, ni siquiera un tío con el que se ha tenido una complicidad de
siempre, inalterable y sagrada.
Eras
mi amigo, uno mucho más grande de quién aprendí la verdad por sobre todas las cosas
y sé que en mí tenías puesta la confianza humana que se puede conocer.
Yo
escondía la admiración que te tengo detrás de tus años y muchas veces callé
cosas para no lastimarte.
Hoy
me pediste que acercara mi oído a tu boca, rozaste con un beso leve mi mejilla
y tan lento cómo pudiste me preguntaste si alguna vez vos me habías traicionado
y la sangre que nos recorre en esos momentos suele quedarse quieta.
Desde
el suelo, te miré mucho más allá de los ojos y te dije que sí.
Bajaste
los párpados sin soltar mis manos y yo sabía que aunque me quedara viva nunca
más ibas a abrirlos. Las manos ya no eran puentes que podían salvarnos de toda
clase de abismos.
La
verdad no traiciona, dijiste una vez y tus manos se deslizaron de mi. Desde el
suelo intenté hamacarte un poco, es ensordecedora la quietud, (mis lágrimas no
hacen ruido) y no sé quién ahora me hará saber la diferencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario