lunes, 20 de agosto de 2018

Mercedes Sáenz



Sentáte frente a mí   
Mercedes Sáenz

Vos en tu mejor silla, en que los pies mecedores te hamacaban como a alguna vez un bebé.
Las manos cruzadas arriba de tus muslos sostenían una plegaria muda a tu dios personal
Conversábamos así, sentada yo en el suelo con tus manos hermanadas en las mías, juntas y sin apretarse, como un lazo que traducía las cosas incomprensibles del mundo después de hablar durante tiempos y tiempos.
No eras mi padre, ni siquiera un tío con el que se ha tenido una complicidad de siempre, inalterable y sagrada.
Eras mi amigo, uno mucho más grande de quién aprendí la verdad por sobre todas las cosas y sé que en mí tenías puesta la confianza humana que se puede conocer.
Yo escondía la admiración que te tengo detrás de tus años y muchas veces callé cosas para no lastimarte.
Hoy me pediste que acercara mi oído a tu boca, rozaste con un beso leve mi mejilla y tan lento cómo pudiste me preguntaste si alguna vez vos me habías traicionado y la sangre que nos recorre en esos momentos suele quedarse quieta.
Desde el suelo, te miré mucho más allá de los ojos y te dije que sí.
Bajaste los párpados sin soltar mis manos y yo sabía que aunque me quedara viva nunca más ibas a abrirlos. Las manos ya no eran puentes que podían salvarnos de toda clase de abismos.
La verdad no traiciona, dijiste una vez y tus manos se deslizaron de mi. Desde el suelo intenté hamacarte un poco, es ensordecedora la quietud, (mis lágrimas no hacen ruido) y no sé quién ahora me hará saber la diferencia.

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