El portarretrato
Marisa Presti
¿Te
acordás, Gerardo? Todavía me parece verlo, con sus rulos rebeldes tapándole la
frente y esa risa contagiosa que te hacía largar la carcajada aunque no
tuvieras ganas. Yo lo tengo tan presente que a veces hablo con él, sí, aunque
no lo creas. Muchas tardes, agarro el portarretratos, con la foto ésa que vos
conocés, apoyado contra la tranquera, con la camisa a cuadros que tanto le
gustaba, y le cuento cosas, sueños, preocupaciones, historias de la familia,
todo lo que viene a la mente.
Y
me contesta, Gerardo, aunque no lo creas. Escucho su voz como un susurro, pero
la escucho. Parece triste la voz, apagada, como si un abandono inmenso lo
inundara por dentro. Y entonces, desgrana pausadamente lo que no sabemos, lo
que sólo imaginamos.
Hace
frío, tengo los pies entumecidos. En la trinchera improvisada alguien gime, con
un lamento que me atraviesa el alma. Siento ganas de llorar, pero me contengo.
Mi compañero tiene la cabeza gacha, no quiere hablar, y yo lo comprendo. No sé
que hago aquí, vestido con esta sucia ropa de fajina, agachado y esperando.
Pienso en Florencia, en su cara sonriente y la tristeza de sus ojos el día en
que me fui…
Y
yo Gerardo, ¿sabés que hago? Voy hasta su dormitorio y busco la foto, ésa en la
que están los dos juntos, abrazados junto al arroyo Pekén. Tenían tantos
planes; ella ya se recibía de maestra jardinera, a lo mejor en uno o dos años
iba a haber casamiento. La miro y la miro ahora, tan distinta. Vino a visitarme
varias veces, pero de a poco las visitas se fueron espaciando. Y claro, nos
agotamos. Los recuerdos nos llenaron tanto que necesitamos separarnos. A veces
la encuentro en el almacén. Está demacrada, demasiado delgada para mi gusto. Me
sonríe tímidamente, yo le tomo la mano y se la aprieto fuerte. Nunca le conté
lo que él me cuenta, ¿para qué? Es algo muy mío, muy privado, que hoy quiero
compartir sólo con vos. Porque se que vas a creer que es su voz la que me
cuenta…
Me
duele todo el cuerpo, mis compañeros dicen que es el frío, pero yo pienso que
es la proximidad de la muerte, como si el cuerpo se fuera preparando para su
destrucción final. Somos apenas un centenar de pibes y un sargento duro y prepotente
que se la pasa puteando contra los ingleses. Alguien, a mi lado, me ofrece un
cigarrillo. Hay que fumarlo a escondidas, pero ayuda un poco. Un poco, nomás.
Busco a mi amigo con la mirada, no se dónde está, la oscuridad de la noche te
hace desconocerlo todo, perdés la conciencia de lo que era tu vida antes de
este infierno.
¿Sabés,
Gerardo? Conservo las tres cartas que me mandó; casi todos los días vuelvo a
leerlas para sentirme más cerca de él, como si la tinta y esa letra abigarrada
y confusa me ayudara a comprender tanto sinsentido. Me contaba en las cartas,
pero se que no contaba todo: Estoy bien, hace frío pero se soporta, hoy pensé
mucho en ustedes, los extraño, ayer estuvimos muy cerca de los ingleses y cosas
por el estilo. Y yo le contestaba, pavadas en realidad: comé lo mejor que
puedas, el chocolate es bueno para el frío, pronto vas a estar de regreso, no
te hagas el héroe, pensá en nosotros que estamos esperando tu regreso.
Pero
ahora es distinto, ahora me murmura la verdad…
Ya
murieron cinco de los nuestros. El sargento los había mandado a explorar el
terreno. Se fueron agazapados, mezclados en la oscuridad de la noche. Nosotros
seguimos tiesos, moviendo cada tanto la piernas para tratar de eludir el dolor
de los huesos. Y de pronto escuchamos ráfagas de ametralladora, una, dos, tres
veces. No volvieron. Lloré de terror, estaba tan cerca la muerte, mi propia
muerte, que la bronca le ganó a la angustia y me levanté gritando: Mátenme,
hijos de puta, mátenme. Me agarraron entre tres, tirándome en la trinchera.
Tuvieron que cachetearme para que los gritos se fueran ahogando en sollozos
reprimidos.
¿Te
das cuenta, Gerardo, lo mal que estaba? No nos quería contar, bendito ángel,
pero ahora me voy enterando, ahora puedo
comprenderlo un poco más porque si él me lo cuenta es por algo, algo necesita
de mi acá en la tierra.
Amanece.
Apenas dormité un rato, me despierto y siento el frío como nunca lo sentí, creo
que me estoy congelando. Alguien prepara mate cocido y yo siento náuseas. Ya no
tengo hambre, sólo náuseas. Ganas de vomitar la nada que tengo en el estómago y
salir corriendo. Quiero escapar, qué mierda me importan las Malvinas, los
ingleses y toda esta guerra absurda que me llevó a este infierno. Quiero a mi
mamá, quiero a mi viejo, a Florencia. Hoy mismo le digo al sargento que yo no
aguanto más, que estoy enfermo.
Le
prendí una velita a la Virgen del Rosario. Es lo que siempre hago después que
lo escucho, él necesita de mí, no se ha ido tranquilo al cielo. La Virgen lo va
a ayudar, estoy segura. Puse la imagen en su dormitorio y ahí llevo la velita y
la enciendo. Ojalá, Gerardo, me siga hablando, porque necesito escucharlo,
tengo derecho a saber qué le pasó.
.
No hay comentarios:
Publicar un comentario