Humo
Mercedes Sáenz
La
prohibición de fumar festejaba instalada en casi todo lugar cerrado de Buenos
Aires, no aquí, dónde el humo era el aliento de todas las bocas, era el
silencio sin movimiento, la espesa caricia de todas las manos en las caras, la
última palabra, callada y muerta, la que no discute, un espacio en el aire
capaz de contener todos los mensajes sin dueños.
Yo
los miraba detrás del mostrador, oculta por una máquina de cerveza tirada que
tenía casi mi misma anatomía. Más de una vez no se daban cuenta de mi presencia,
ni de mi escote más subido, ni de mi boca pintada, ni del amor al que alguna
vez jugué con casi todos ellos, eso sí, de a unito.
Los
veía medio girado el cuerpo y el codo sobre la madera, arrugada ya la camisa
sucia con olores rancios, la boca seca y algunos músculos que solitos ya sabían
donde descansarse.
Frascos
de colores vagos en la curva del mostrador y una vela corta en un plato de
barro. Ya no hay botellas después de las últimas embestidas, emboscadas.
Ya
no se buscaba el estaño después de algunos golpes en la nuca de quiénes no
volvieron a levantarse
No
se daban vuelta, los triángulos de espejos detrás de la barra partían sus caras
en callecitas poco iluminadas, partidas así cómo pequeñas cicatrices.
-¿La
dejaste?
Los
párpados bajos apretaron la mirada contra el suelo sabiendo que el piso a veces
se nubla, a veces se mueve y es bueno pensar que no son los ojos los ariscos.
-Tengo
que sacar un papel antes de contarte, traté de anotarlo.
Metió
la mano en el bolsillo y escuchó la candorosa amabilidad de las monedas, su
salvoconducto en las tardes de rabiosas borracheras. Llevaba el cambio justo y
en un confuso desorden de palabras le extendían un boleto hasta dónde
alcanzara. Podía dormirse tranquilo sabiendo que lo despertarían cerca de su
barrio.
-La
dejé –continuó-, empezó a hablarme raro, cada vez que quería estar un rato con
ella me salía con cosas como- levantó el papel a la luz de la vela y leyó:
estudiarse para adentro, ver el interior de cada uno, tratar de hacer un
proyecto para cambiar mi vida aunque no fuera con ella. Parecía la secretaría
general de un sindicato que integraba yo solo. No es que no le entendía, las
iglesias ésas que pasan por televisión a las mil de la madrugada de brasileros
que no se les entiende ni una jota, dicen lo mismo.
-¿Y
todo eso para qué?
-Dice
que es para ser mejor, que lo único que conoce de nosotros es la forma de tomar
hasta que nos sacan arrastrados de los brazos hasta el callejón. Que nunca
vamos a ser nadie.
-¿Por
qué me hablas en plural si se supone que se trata de vos solo?
-¡No
me vas a dejar solo en esta podrida! Si me dejas vas a tener que buscar
palabras en el diccionario para entenderme.
¿Qué
les pasa a todas que hasta mi señora habla de plantar zapallos en un balde?
Hablaban
de lo que decía mi boca, la mía, la de tantos besos sobre sus heridas, la de
tantos murmullos en diminutivos para que pudieran entender los oídos que
seguramente sangraban alcohol por dentro, mi boca, la mía, empezó a torcerse
hacia un costado en dónde mi lengua moja mis labios antes de vociferar sin
detenerse. Y no hablaron de mis brazos, no hablaron, ni de mi pecho, ni de mi
cama. Y entonces, nada dijo mi boca.
En
mi memoria el silencio se desbocó desesperadamente en olvido.
Tiré
el libro que me enseñaba esas cosas en el mismo callejón de barro cerca del
Riachuelo, muy pegado a la basura, dónde los hombres que no levanto quedan por
mucho rato.
Cualquiera
desde la calle de la otra orilla, mirando salir el sol sobre el río menos
oscuro, pueda ver tal vez como la luz de una vela me deforma la cara, hasta
divinizar esta expresión un poco bestial, la de advertir este cementerio lento,
esta tristeza dónde un cielo de humo baja pegajoso como un ojo feroz en la
noche hasta rozar mis polleras otra vez mañana y otra vez después de mañana.
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