sábado, 26 de mayo de 2018

Blanca Tamborenea



                                       El piojo 
Blanca Tamborenea

La historia se repite nunca igual; el piojo está contento con su familia y con su hábitat.  Él y su señora se pasean a gusto por la cabeza de Ayelén y establecen su hogar en la nuca. Van y vienen despacio para no molestar, pero confiados, en el fondo. La nena odia el agua y el jabón y más aún que le metan un peine en su espléndida cabellera enmarañada de rulos y de mugre. Ellos la quieren porque es muy divertido acompañarla. Unas pocas horas duermen, a veces en el suelo, a veces a la intemperie, otras, las menos, en la cama destartalada con la abuela y varios hermanos. Lo bueno es que esas veces no tienen frío. Los días de sol saltan, giran, del piso a una montaña de basura, para arriba, para abajo, para el otro lado, para arriba, para abajo. Los días de tormenta los saltos son bruscos, desparejos, y se agrega el sonido de los charcos a los de los gritos y las risas, casi todos conocidos.
Les gusta lo nuevo, el peligro, lo imprevisto. De pronto están en la rama de un árbol que se balancea hasta hacerlos caer dando tumbos en el suelo. Pero Ayelén es como un gato, siempre cae bien. Otras veces se arman juegos que terminan en peleas, con revolcones por el pasto, por la tierra dura de la calle aplanada por los carros, o por cualquier superficie que nunca es limpia. Entonces entran dedos ajenos en la selva de rulos, dedos que tiran, pegan, arañan, y los piojos se encogen de susto por Ayelén, por los gritos, por ellos. Si pudieran, cerrarían los ojos y se taparían los oídos. Ellos siguen con perfil bajo, por las dudas; la nena sigue con su vida, alegre, saltando, riéndose, con hambre, rascándose la cabeza cada tanto.
Un día tranquilo los despertó de su sopor el ruido de un motor que se apagó justo frente a la casilla. El piojo, medio viejo, oyó una voz desconocida y después, la voz de la abuela. Le preguntaban, ella contestaba, la otra voz seguía un rato largo, la abuela preguntaba… La otra era amable, como un mal presagio. La muchachita traveseaba contenta como si nada hubiera pasado, pero ellos se durmieron preocupados.
A la mañana siguiente, doña Leoncia agarró a su nieta y a otro hermanito y, con uno de cada mano, salió por el camino de cascotes. Manitos suaves cobijadas en las manos curtidas, llenas de arrugas, y el resto de los cuerpitos brincando, riendo, como dos campanitas, hacia una nueva aventura.
El piojo vio a lo lejos la bandera de la escuela. Se abrazó a su señora con los ojos llenos de lágrimas y pronunció una sola palabra: Sonamos.

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