El piojo
Blanca Tamborenea
La
historia se repite nunca igual; el piojo está contento con su familia y con su
hábitat. Él y su señora se pasean a
gusto por la cabeza de Ayelén y establecen su hogar en la nuca. Van y vienen
despacio para no molestar, pero confiados, en el fondo. La nena odia el agua y
el jabón y más aún que le metan un peine en su espléndida cabellera enmarañada
de rulos y de mugre. Ellos la quieren porque es muy divertido acompañarla. Unas
pocas horas duermen, a veces en el suelo, a veces a la intemperie, otras, las
menos, en la cama destartalada con la abuela y varios hermanos. Lo bueno es que
esas veces no tienen frío. Los días de sol saltan, giran, del piso a una
montaña de basura, para arriba, para abajo, para el otro lado, para arriba,
para abajo. Los días de tormenta los saltos son bruscos, desparejos, y se
agrega el sonido de los charcos a los de los gritos y las risas, casi todos
conocidos.
Les
gusta lo nuevo, el peligro, lo imprevisto. De pronto están en la rama de un
árbol que se balancea hasta hacerlos caer dando tumbos en el suelo. Pero Ayelén
es como un gato, siempre cae bien. Otras veces se arman juegos que terminan en
peleas, con revolcones por el pasto, por la tierra dura de la calle aplanada
por los carros, o por cualquier superficie que nunca es limpia. Entonces entran
dedos ajenos en la selva de rulos, dedos que tiran, pegan, arañan, y los piojos
se encogen de susto por Ayelén, por los gritos, por ellos. Si pudieran, cerrarían
los ojos y se taparían los oídos. Ellos siguen con perfil bajo, por las dudas;
la nena sigue con su vida, alegre, saltando, riéndose, con hambre, rascándose
la cabeza cada tanto.
Un
día tranquilo los despertó de su sopor el ruido de un motor que se apagó justo
frente a la casilla. El piojo, medio viejo, oyó una voz desconocida y después,
la voz de la abuela. Le preguntaban, ella contestaba, la otra voz seguía un
rato largo, la abuela preguntaba… La otra era amable, como un mal presagio. La
muchachita traveseaba contenta como si nada hubiera pasado, pero ellos se
durmieron preocupados.
A
la mañana siguiente, doña Leoncia agarró a su nieta y a otro hermanito y, con
uno de cada mano, salió por el camino de cascotes. Manitos suaves cobijadas en
las manos curtidas, llenas de arrugas, y el resto de los cuerpitos brincando,
riendo, como dos campanitas, hacia una nueva aventura.
El
piojo vio a lo lejos la bandera de la escuela. Se abrazó a su señora con los
ojos llenos de lágrimas y pronunció una sola palabra: Sonamos.
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