LA PIEZA
Marta Díaz Petenatti
Tenía
9 años y el coraje infinito que sólo da la falta de vivencias en la vida.
Es
por eso que haciendo caso omiso a los rumores que había mamado desde mi
nacimiento relacionados con “la pieza” ,
estuve varios días agazapada estudiando todos los movimientos de la casa para
poder descifrar quién tenía la llave de entrada a la misma y dónde estaba
escondida.
En
ella vivían mis abuelos. Desde siempre perteneció a la familia, y por conversaciones que se interrumpían
drásticamente cuando llegaba o me aproximaba, había llegado a la conclusión de
que algo pasaba relacionado con la misma, pero nadie me lo quería decir.
Además,
cada vez que inútilmente quería entrar en ella, los gritos de quien estaba más
cerca en ese momento, coartaba mi
impulso, recibiendo además, una
larga y muy bien estudiada reprimenda.
Entonces,
cansada de tanto misterio, resolví develarlo personalmente.
Me
fue difícil encontrar el escondite de la famosa y bien cuidada llave, pero lo
logré por un descuido verbal de mi querida
y recordada abuela Teresa, quien nunca supo de su indiscreción.
Ese
día estuve demasiado nerviosa, a tal punto que las horas, otrora lerdas y
monótonas, pasaban cual vuelo de águilas.
Y
la noche llegó, y con ella los preparativos minuciosamente programados.
Me
puse el pijama, saludé a todos y me acosté. Debajo de la almohada ya tenía
preparada la linterna.
Esperé
ansiosa a que todos se acostaran. Mi corazón parecía un caballo desbocado corriendo
por el prado sin lazos ni alambrados, tal eran los sonidos que producía y
repercutían en mi adrenalina que circulaba a muchas revoluciones por segundos.
Lo sentía latir en mi garganta y en mis sienes.
Cuando
comprobé que todos dormían me levanté sigilosa y fui hasta la cocina a buscar
la llave que estaba escondida detrás de un ladrillo flojo de la marlera, donde
mi abuela almacenaba el indispensable combustible para su cocina a leña.
Ya
los latidos repercutían como bombos en mi cabeza, y al poner la llave muy
despacito en la cerradura comenzó a erizarse mi espinilla haciéndome sentir una
sensación que iba del calor al frío y
del quedarme al huir.
Pero
me quedé… y entré.
Todo
estaba en la más absoluta oscuridad. Prendí tímidamente la linterna y me petrifiqué.
Cerca
de la ventana que daba al patio trasero, había una pequeña mesa, y detrás de
ella, entre un humo verde que flotaba en casi toda la habitación, había
un espectro sentado, con un turbante negro en su cabeza.
La penumbra
sólo permitía que se notara su contorno por la iluminación que producían
las velas que despedían un claro olor a incienso.
Comencé a desandar lo recorrido calculando el
lugar de la puerta que estaba a mis espaldas con el sólo objeto de salir
corriendo.
La
figura se levantaba despacio, con una mano extendida hacia mí que ya hasta
había perdido la noción de quién era, y en su avance, con una voz ronca y
gutural decía cosas ininteligibles, suplicando que fuera a su encuentro, aunque
me parecía que lo único que quería era atraparme y llevarme con él.
Cada
vez estaba más cerca. Me parecía sentir su respiración caliente y putrefacta
danzando sobre mi cara.
Mi
mano volcada hacia atrás, tomó el picaporte que, negándose a que lo
pudiera abrir, quemó intensa y
profundamente mi piel.
Ya
desmayaba. El terror me producía un
dolor tan intenso en el pecho que creía que un infarto terminaría con mi corta
vida.
De
pronto sentí que me sacudían bruscamente. Abrí los ojos cargados de pánico pero encontré
la cara dulce y serena de mi abuela.
Di un salto en la cama y la abracé tan fuerte
que mi ímpetu desmedido le produjo mucha risa.
Me invitaba
a desayunar, así que solamente calcé mis chinelas y fui tras ella dando
gracias de haber despertado de esa terrible pesadilla.
Ya
sentada, y mientras servía su siempre exquisito café, refunfuñó diciendo como
todas las veces:
-¿A
ver cómo están de limpias las manos? Las levanté rápida para mostrárselas,
porque el aroma de ese brebaje me atrapaba, cuando escuché que me decía:
-¿Qué
te pasó? ¿te quemaste?
Mientras
la garganta se me cerraba nuevamente del susto,
miré mis manos y ahí, justo ahí, en la palma de una de ellas y como grabado a fuego, estaba la marca
irrefutable e inexplicable del picaporte de “la pieza”.
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