Marta
Gabriela Carrera
La
brisa fresca y húmeda entra a hurtadillas por la ventana, apenas abierta. Las
cortinas se inflan como globos a punto de estallar y vuelven a desinflarse.
Afuera el árbol deja que la ráfaga juguetona lo despeine y en cada balanceo
escurre en forma de gotas gruesas el agua que la lluvia acaba de dejar en su
copa.
En
las macetas blancas que adornan el patio los helechos se mecen de un lado a
otro pesados, húmedos, limpios marcando el paso del aire con gracia. Los
charcos de agua en el piso, recibiendo aún las últimas gotas, reflejan como
espejos el paso de las nubes que parecen jugar una carrera.
La
calma que flota en el aire después de la lluvia podía observarse a través de
los vidrios de la ventana, apenas abierta.
La
naturaleza se anuncia. Gime la tierra que absorbe agua, ladra un perro, el
vuelo corto de un ave en busca de refugio, un relámpago, el sonido del trueno.
Comienza
a llover nuevamente.
Y
vuelvo a mis anotaciones. Y un pensamiento se encadena con otro. Y un recuerdo
que asalta.
Y
las ideas que van más rápido que la lapicera en mi mano.
El
tiempo que Marta se quedó conmigo fue corto, chiquito, breve, efímero.
Para
poder recordarla debo soplar los velos de la mala memoria, sacudir el polvo que
deja el tiempo en el rincón del olvido y hurgar dentro de mí para traerla de a
ratos, intentar retenerlos y nutrirme de ellos.
Marta
era mi mamá.
Marta
era música.
Marta
era alegría.
No
recuerdo el sonido de su voz, sí su enorme sonrisa.
Marta
era inquieta, siempre activa y en cada empresa iba yo colgando de sus faldas.
Quizá intuyendo que se iría pronto, no perdió tiempo en enseñarme lo que tarde
o temprano descubriría sola.
Marta
no cocinaba guisos de madre, ni postres de abuela pero sus rayuelas en el piso
de la cocina nos llevaban de la tierra al cielo en un par de saltos. No me
enseñó a coser.
No
me enseñó a bordar. Sí me enseñó a andar
en bicicleta, sentir el viento en la cara sin importar cuanto enredara mis
pelos, que pacientemente por las noches desenredaba.
Con
Marta vivíamos en una casita con patio donde cultivaba rosas. En frente había
una plaza. Allí, como si fuera una extensión de nuestro patio, tendía una manta
en el pasto y espaldas al suelo veíamos pasar las nubes.
De
su mano conocí a Serrat, amaba sus canciones. Teníamos un tocadiscos chiquito,
de color gris que al son de la música paseábamos por el Mediterráneo y nuestra
calle se vestía de Fiesta.
También
me mostró el camino de los palotes, los dibujos y las letras. Abrió la puerta
de mi curiosidad por las historias. Le gustaba leerme cuentos, no de noche y
antes de dormir, lo hacíamos acostadas al sol en la plaza.
Los
sábados por la tarde me llevaba a una iglesia. Mientras Marta, cantaba en el
coro, recuerdo quedarme sentada en un banco duro al cuidado de una señora que
llevaba puesto un gracioso sombrero, anteojos y unos bigotes que lograban
acaparar toda mi atención.
Recuerdo
además los disfraces para carnavales bailarina de Charlestón, de Pirata, de Hormiguita
Viajera porque las princesas quedaban en los cuentos.
La
primera vez que nos separamos, fue para un viaje que ella hiciera a la
provincia de Córdoba, en busca de una cura milagrosa. Después de ese viaje ya
no jugamos a la rayuela y nuestros paseos en bicicleta eran alrededor de la
plaza, yo daba vueltas y ella me esperaba.
Nunca
dejó de cantar y jamás perdió la sonrisa. Dicen que llevo el color de sus ojos,
aunque poco los recuerdo, un par de fotos dan cuenta de ello.
Se
fue un jueves de octubre, llovía y una leve brisa entraba a hurtadillas por alguna
ventana, apenas abierta.
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