miércoles, 21 de junio de 2017

Negro Hernández


Mi amigo Felipe 
Negro Hernández

Te lo cuento a vos porque me vas a entender y no te vas a cagar de risa ni pensar que soy un boludo y a mi jermu menos, va a decir que soy un romántico fuera de époc. Me da vergüenza contarlo, tengo miedo que me vean aflojar, vos como yo nosotros nos criamos cuando los hombres no debían llorar. Te imaginás, yo que soy de familia vasca si me ven mis primos,  mis hermanos, mis viejos que están en el cielo, seguro que me destierran del clan.  El asunto es que una noche llego a mi casa después del trabajo y Felipe me estaba esperando detrás de la puerta como es su costumbre. Yo entré recaliente con él por lo que había sucedido a la mañana cuando salimos a pasear. Lo miré fijo, él sabía que lo iba a retar y casi se puso a llorar. Se me aflojaron las piernas, junté coraje y me lo lleve al cuarto donde tengo la computadora, los libros y los cuadros con las fotos de Racing, ¿lo conocés?. No quería que me escuchara mi mujer. Lo senté enfrente mío y lo miré fijo a los ojos, él se hacía el distraído como si nada hubiera pasado, como silbando para un costado, pero me mantuve firme y lo encaré. Mirá Felipe, lo que hiciste esta mañana no tiene perdón de Dios, me hiciste quedar mal con todo el vecindario. No, no me hagas así con la cabeza, ¡Escucháme!. Te dije veinte veces que no podes andar husmeando en el trasero de las hembras, no podes manosearlas por atrás y más aún cuando estoy hablando con la vecina del cuarto piso, esa a la que le hacés las gracias cuando viene a cobrar las expensas.  Todos los transeúntes se daban vuelta para mirarte. No, no me digas que andás alzado, que es el instinto, que son las hormonas de la adolescencia, ni que necesitas una descarga emocio. Si hasta el policía que cuida el banco de enfrente me hacía  señas para que te separe. Acordáte que un tachero detuvo el taxi y te aplaudía, el colectivero del 60 hizo sonar la bocina cagándose de risa, el repartidor del super te gritaba ¡ídolo! y hasta la monjita del Sagrado Corazón cruzó la calle para evitar la tentación. Y vos dale y dale saltando por atrás en dos patas. No, no me digas que a ella le gustaba y  que fue con su consentimiento. Mientras lo iba retando Felipe fue bajando la cabeza hasta que escuché un gemido de dolor, esta acongojado y respiraba con dificultad. Me callé, levantó la cabeza con los ojos llenos de lágrimas y se subió a mis rodillas pidiendo perdón. Yo le acaricié el lomo suavemente y nos quedamos así un buen rato. Entonces mi jermu abrió la puerta y empezó a rezongarme por las cosas de siempre. Me levante del asiento y Felipe se puso al lado mío. Mientras escuchaba los reproches él me miraba piadosamente como diciendo las cosas que tenés que aguantar. Felipe la miró con odio y se le puso a labrar. Te juro que nunca lo había visto así, tuve miedo que la atacara y le mordiera el cuello.  A vos te parece, resulta que unos minutos antes yo lo cago a pedos y me sale a defender. Ese es mi amigo Felipe. La voz del Gordo se entrecortó y su cara se puso colorada como cuando toma vino con soda. Yo la anécdota ya la conocía, me la contó 20 veces. El  dolor del Gordo es tan grande que se conmueve como una criatura. Perdonáme la escena Negro, hoy hace un año que Felipe se fue al cielo de los perros. Esa noche subí al auto con Felipe envuelto en una manta y me fui con mi mujer al pueblo donde están enterrados mis viejos. Lo velamos en la casa de mi prima toda la noche. Al día siguiente lo llevamos al cementerio. Don Germán, el cuidador del lugar y amigo de la familia, me dejó enterrarlo debajo de un árbol junto al camino central, mañana voy a llevarle unas flores, ¿me acompañas? En el café se produjo un silencio profundo que duró más de un minuto, como si los parroquianos hubieran escuchado el relato y le hicieran un homenaje a Felipe. Vos sabés Negro que más de una vez se me aparece de noche y se sube a mi cama para que lo acaricie, después se baja, y se acuesta sobre mis chinelas.  En esoel Gallego trajo las cervezas. Paga la casa, dijo. 
                

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