Amasijo Carolina Gorlero
Alejandro
toma la masa del molde que está junto al horno, tibia, levada. La deja a un
costado y esparce la harina por la mesa en un acto casi mágico. Apoya las manos
gruesas sobre el polvo blando y las deja reposar un rato allí. Duda entre hacer
pan o pizza con ese bollo que espera. Lo toma. Sigue tibio y espumoso. Penetra
la masa moviendo circularmente los dedos, dándole forma. La arroja por los
aires y observa, maravillado, cómo se transforma en paloma hasta que vuelve,
tibia (más que antes) a sus manos. Repite la acción una y otra vez Alejandro, y
el bollo va tornándose gorrión, águila batiendo sus alas contra la densidad del
aire; aire enchastrado de harina.
Ahora golpea contra el mármol, con fuerza, con
furia ; lo estruja contra el borde de la mesa, lo exprime, lo amasija como
queriendo darle vida. Y el bollo responde; es conejo, ciervo, la barba de papá
Noel, una nube. “Ahora estáte quieto”, le susurra y huele su delicado aroma
fresco. Lo deja reposar otro poco. ( Aún ni ha decidido entre pizza o pan ).
Advierte, divertido, su delantal desabrochado y su cocina embadurnada de polvo
de color. Nuevamente mira la pasta con ternura y, como si se tratara de una
hija propia, la acaricia, la peina, le juega. Se pregunta, inquieto, qué hará
con ella.
(No
puede definir su destino, tema cometer un error ).
Sobre
una melodía conocida, Alejandro inventa una letra que canta para sí: “Loco,
¡loco ! Me he vuelto en este instante . . .
loco de amor por vos”, grita, riendo a carcajadas con risa de burbuja,
risa de pompas de jabón. Sí, se ha encariñado con aquella masa.
Todavía
riendo, escoge el palo de amasar del cajón de utensilios culinarios y, con
pasos de baile, gira recorriendo la cocina. Entona su canción, modificando
siempre la letra, utilizando el palo como micrófono. ¡Quién lo viera a Alejandro!,
tan feliz, tan espontáneo, tan artista.
Terminada
la danza, se sienta junto a la mesa, empapado de sudor y de alegría. Se estira
para alcanzar el bollo y, una vez que lo logra, frota sus manos frenéticamente
para formar con él una pelota. Vuelve
a ponerse de
pie, empujando hacia atrás la silla, concentrado. Coloca con
cuidado la nueva pelota en el centro de la mesa, mira de reojo a su alrededor
y, tomando una rápida decisión, lanza un tiro que derriba las botellas allí
apiladas.
“¡Chuza!”,
dispara sonriente, sin importarle el desorden ocasionado. “¡Chuzita, mi amor
para vos!” .
Alejandro
acomoda la masa que se ha caído al suelo, sobre su cabeza, intentando caminar,
sin que se caiga, por una línea imaginaria. El piso está sucio, lleno de harina,
de trozos de vidrio, de manchas de manteca. En conjunto, la cocina parece un
gran circo. Como si fuera un equilibrista, Alejandro camina por la unión de las
baldosas hasta llegar al horno; con un encendedor en la mano que le ha quedado
libre (la otra sostiene la masa en su cabeza) lo abre. Se asoma para
cerciorarse de que está vacío. Por un momento cree encontrarse en la boca de un
león al que debe domar, pero es sólo una idea suya. Finalmente acerca el encendedor
a la boca y el horno se enciende. Se levanta de un salto y advierte sorprendido
que el bollo se le ha caído. “¿Así que querés jugar a las escondidas?”,
pregunta ansioso y comienza a contar en una voz muy alta, mientras observa a su
alrededor en busca de algún movimiento. “Sólo contaré hasta cincuenta, así que
date prisa”, avisa. Una vez terminada la cuenta sale en su búsqueda. Corre los
muebles, mira debajo de los trozos de vidrio que recoge uno por uno, abre la
heladera y todas las puertas de la alacena, se fija en cada cajón. No encuentra
nada. Para tranquilizarse, canta la canción que ha inventado: “ Loco, loco de
amor por vos”.
Continua
buscando dentro de los tapers, en la yerbera,
en los frascos
de vidrio. Y nada. . . . .
¿Dónde
estás?”, murmura con un hilo de voz. Se escucha un barullo en alguna parte,
pero es un sonido lejano, indefinido. Se le ocurre entrar al lavadero (contiguo
a la cocina) con la ilusión de hallarlo
escondido, pero allí tampoco hay
nadie.
Vuelve
a oír esa especie de alboroto, como explosiones de maíz, pero no logra
descifrar de dónde sale el sonido.
Alejandro
está nervioso, ya no le gusta el juego.
“¡Salí
de ahí, dondequiera que estés!”, le ordena. Pero no obtiene respuesta. Mueve
las manos, nervioso. Las retuerce, las friega contra su delantal, da palmadas
contra los muebles. Está realmente fuera de sí. Y ese sonido que vuelve a oírse
como un revoloteo, como un revoloteo. Alejandro se para en medio de la cocina.
Frunce el ceño (tiene las cejas gruesas, los pómulos porosos). Patea el suelo,
llenando el aire de harina. No comprende qué sucede.
“¿Qué
mal te he hecho yo, por qué te escapás de mí, mon amú ?”. Está frenético. Y ese
sonido que lo exaspera, un ruido como un revoloteo. Vuelve a patear el piso y a
mover las manos. Sigue quieto en medio de la cocina. “No me dejes solo, no
quiero estar solo”, dice mientras se rasca la oreja. “No me abandones, vos
también”.
Alejandro
escucha nuevamente ese sonido proveniente de no sabe dónde. Da unos pasitos
hacia delante. Otros más. Comprende que aquello tan molesto sale del horno; ese
ruido como un revoloteo, y lo sobrecoge un repentino miedo. “No quiero domarte,
maldito león”, le grita furioso. “Aléjate de mí”.
El
sonido sigue escuchándose más y más fuerte, más rápido, constante. Ese sonido
como un revoloteo, un revoloteo. Ahora el temor se transforma en odio y
Alejandro corre contra el horno que cree animal y le tira su cuerpo repetidas
veces, dando patadas en el aire, escupiéndolo.
Decide abrirle la la boca. Toma una escoba y le pega con fuerza. “Ahí
tenés”, le grita. Pero, el ruido no cesa.
Ya cansado, mete el palo como palanca para
abrir la boca del felino. Lo intenta una vez, fracasa.
Vuelve
a probar: esta vez lo logra.
Para
su sorpresa, de la boca del león sale una bandadas de palomas, que revolotea
inquieta, da unas vueltas en círculo y se va por la ventana abierta del
lavadero, dejándolo solo en medio de la cocina.
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