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Isabel Ali
Metamorfosis
Isabel Ali
No saben
que están creciéndome. Nadie sabe. Y nadie debe saberlo. Es mejor así. Si se lo
contara a papá o a mamá, tal vez querrían ver… y me da mucha vergüenza. No voy
a decirles. A esta altura ya estoy grandecita y no irrumpen en el baño cuando
me ducho. Golpean la puerta de mi cuarto antes de entrar y eso me da tiempo de
cubrirme para que no me vean. No voy a la playa, no salgo con chicos, no me
exhibo. Trato de que no se noten. Cada vez me cuesta más porque empiezan a
sobresalir y son turgentes. Al principio eran como dos lunares con relieve,
unas ínfimas protuberancias del color del té con leche, simétricas a simple
vista, aunque siempre supe que la derecha era una pizca más grande que la
izquierda. Lo sé porque pasé horas mirándolas en el espejo, con el estómago
anudado por la curiosidad morbosa que me provocaba que estuvieran allí. Todos
los días volvía a observarlas con ojo crítico, cotejando la variación del color
y del tamaño con la visión grabada en la memoria del examen del día anterior.
¡Cuántos interrogantes me surgían en aquel tiempo! ¡Cuántas ideas locas!
Recuerdo que uno de mis mayores temores era que “algo” les saliera desde
adentro. Fantaseaba con un líquido amarillento y maloliente que chorrearía, sin
que pudiera controlarlo, pringándome la piel y manifestándose ante todo el
mundo por medio de aureolas inmundas embebidas en mi ropa. Armaba pañuelitos de
papel higiénico y los usaba para comprobar que estaban secas y, a veces, me
dejaba los pañuelitos debajo de la camiseta ajustada para prevenir un posible
derrame mientras dormía. Ésa fue mi primera obsesión. Nunca me causó ansiedad
ni angustia alguna otra parte de mi cuerpo. Ni tampoco otra parte me produjo el
orgullo que me producen. Tuve una época
de palparlas a diario, inicialmente para comprobar su textura y su volumen.
Después lo hacía porque me provocaba un placer enorme rozarlas con la yema de
los dedos, masajearlas, dejar que el chorro del agua les cayera encima como una
lluvia reconfortante. Todavía lo hago de vez en cuando. Y sé que cuando
alcancen su dimensión total podré darme el lujo de permitir que el sol les
resbale encima, que el viento las acaricie. Ya sé cómo se siente la caricia del
viento. Lo sé porque, a solas y con la puerta cerrada con llave, algunas noches
las pongo frente a la ráfaga fresca del ventilador. Primero se erizan; dura un
instante. Inmediatamente se distienden y se inflaman como si el aire se les
metiera adentro y las hiciera vibrar suavemente, como si al aire le
pertenecieran y la libertad entrara desde allí para desparramarse por todo mi
ser. Si bien comprendo que la sensación tiene mucho que ver con la ausencia de
la ropa, tengo la certeza de que, también, existe una cuestión más profunda.
Evidentemente, a medida que crecen, la ropa que necesito usar para ocultarlas
se vuelve más pesada, más voluminosa. Ya no puedo vestir algo ajustado o
llamativo, ni algo que al trasluz deje adivinarlas. Incluso mi postura se
modificó: irremediablemente, en público, debo torcerme para disimularlas. Pero ninguno
de esos inconvenientes opaca la satisfacción que me embarga, la felicidad, la
maravilla de saber que ahí están y que en un futuro podré usarlas. Ahora caben
en el hueco de mi mano. ¿Cómo serán dentro de un par de años? Las imagino
inmensas, cubiertas completamente por esas suaves plumas que me están naciendo
desparejas, desplegadas en una amplitud que me permita planear en aras de la
levedad del cielo despejado. Las imagino tendidas desde el extremo de uno a
otro de mis brazos abiertos en cruz. Y podré volar a mi antojo por encima de
todo lo que hoy me aísla.
No saben
que mis alas están creciendo. Nadie sabe. Y nadie debe saberlo.
Nacha
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