Un viaje de placer
María A. Escobar
-Uno que se tiró- sentenció un morocho con una gorra
que hubiera necesitado un buen fregado con jabón y lavandina.-
- No hermano, esto pasa demasiado seguido. No hay
tanto suicida, por ahora, al menos. Este tren lo dejaron para el final, total
acá viajamos los laburantes.
-Bueno, acotó una señora bajita, pasa en todos los
trenes… coche no tenemos, somos pobres.
Pobres o no tanto seguía llegando gente y del tren
nada.
Como todos, yo también esperaba. No había otra forma
de llegar a casa.
Los colectivos iban repletos y demoraban mucho,
también eran más caros.
Entonces esperábamos con esa resignación propia del
que está acostumbrado al maltrato. De repente y cuando empezaban a arreciar las
puteadas, entró el tren, repleto.
Cuando se abrieron las puertas, algunos salieron
como pudieron, a los codazos y empujones. Yo, sin darme cuenta, fui llevada en
andas y caí entre un muchacho de anteojos y un viejo que parecía asmático, o
tal vez respiraba de ese modo porque se sentía ahogado. Yo no podía ni girar la cabeza para darme
cuenta de quien había apoyado una bolsa sobre mi pie izquierdo. Por el peso,
parecía que llevaba un cadáver.
-Quién es el dueño de la bolsa que tengo sobre el
pié, dije, con voz airada,
–Es mía, mamacita, me sopló en el cuello.
Amo a mis hermanos latino americanos., pienso que mi
país es grande y generoso y que tiene lugar para ellos, pero en ese momento,
solo por un instante, con el pie machucado sentí algo como la xenofobia.
El país es grande pero parece que los trenes son
cada vez más chicos.
-Bueno, le dije, saque su bolsa de mi pie o tendrán que amputármelo.
-No hay por donde mamacita, dijo con voz
llorosa. Pensé que nunca volvería a
comprarles verdura, pero sabía que esto no sería posible todas las verdulerías
eran de ellos. La excesiva proximidad con los otros sacaba lo peor de mí.
Adiós solidaridad, pensaba. Yo, tan humana, podía llegar a cometer un
asesinato en ese preciso instante, pero no podía ni mover los brazos, menos aun
empuñar un objeto cortante o algo por el estilo.
Me rendí frente a mi hermana sudamericana, de modo
que empecé a tratar de sacar mi pié atrapado por la bolsa con un esfuerzo digno
de mejores causas. Forcejeé y cómo. Mi
cara enrojeció y el pié salió de su mazmorra un tanto aplanado. Pero no había
lugar para los dos. Como una garza viajé hasta el final con uno solo apoyado en
el piso y el otro en el aire. Recordé casualmente un fragmento de un poema de
Pessoa; “…maravillosa gente humana que vive como los perros…” Yo no viajaba
todos los días, pero ésta gente volvía de sus trabajos toda la semana Y viajaba
de esa manera, sin perder el humor, estaban contentos de volver a sus casas,
aunque aun, a muchos de ellos les aguardaba el viaje en colectivo. Así que
cuando llegamos a Glew, nuevamente fui sacada en andas, pero pude respirar algo
de aire, detenida en el andén para ver una nueva estampida de los que salían
disparados a tomar los colectivos, muchos de ellos saltando a las vías para tomar los ómnibus que paraban al costado
de ellas.
Continué detenida hasta que todos hubieran evacuado
el andén y, rengueando un poco emprendí la retirada. Me alcanzó una figura
pequeña, que llevaba a sus espaldas el maldito bulto (¿cómo podía?).
-Mamacita, me dijo. Toma éstos limones. En su mano
oscura brillaban cuatro lozanos frutos.
-No necesito limones, dije con cierta hostilidad.
-Tomalos, por lo del pié, y, en secreto me alcanzó
algunas hojas verdes.
Eran de coca, me los daba para el pié, que estaba un
poco hinchado. Tomé las ofrendas y
murmuré un “gracias” y me puse a llorar, como una estúpida.
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