jueves, 20 de octubre de 2016

María A. Escobar


Un viaje de placer 
María A. Escobar

Llegué a la estación del ferrocarril a las siete de la tarde. Mostré mi pase y entré. Estaba cansada, hacer trámites siempre me había resultado fastidioso. De una sola mirada abarqué el andén de derecha a izquierda y ví con enorme desaliento, una abigarrada multitud que miraba ansiosa el sitio por donde debía aparecer el tren. Un altavoz anunciaba, de tanto en tanto, que el tren venía demorado por un accidente ocurrido en Avellaneda.
 -Uno que se tiró- sentenció un morocho con una gorra que hubiera necesitado un buen fregado con jabón y lavandina.-
 - No hermano, esto pasa demasiado seguido. No hay tanto suicida, por ahora, al menos. Este tren lo dejaron para el final, total acá viajamos los laburantes.
 -Bueno, acotó una señora bajita, pasa en todos los trenes… coche no tenemos, somos pobres.
 Pobres o no tanto seguía llegando gente y del tren nada.
 Como todos, yo también esperaba. No había otra forma de llegar a casa.
 Los colectivos iban repletos y demoraban mucho, también eran más caros.
 Entonces esperábamos con esa resignación propia del que está acostumbrado al maltrato. De repente y cuando empezaban a arreciar las puteadas, entró el tren, repleto.
 Cuando se abrieron las puertas, algunos salieron como pudieron, a los codazos y empujones. Yo, sin darme cuenta, fui llevada en andas y caí entre un muchacho de anteojos y un viejo que parecía asmático, o tal vez respiraba de ese modo porque se sentía ahogado.  Yo no podía ni girar la cabeza para darme cuenta de quien había apoyado una bolsa sobre mi pie izquierdo. Por el peso, parecía que llevaba un cadáver.
 -Quién es el dueño de la bolsa que tengo sobre el pié, dije, con voz airada,
 –Es mía, mamacita, me sopló en el cuello.
 Amo a mis hermanos latino americanos., pienso que mi país es grande y generoso y que tiene lugar para ellos, pero en ese momento, solo por un instante, con el pie machucado sentí algo como la xenofobia.
 El país es grande pero parece que los trenes son cada vez más chicos.
 -Bueno, le dije, saque su bolsa  de mi pie o tendrán que amputármelo.
 -No hay por donde mamacita, dijo con voz llorosa.  Pensé que nunca volvería a comprarles verdura, pero sabía que esto no sería posible todas las verdulerías eran de ellos. La excesiva proximidad con los otros sacaba lo peor de mí.
 Adiós solidaridad, pensaba.  Yo, tan humana, podía llegar a cometer un asesinato en ese preciso instante, pero no podía ni mover los brazos, menos aun empuñar un objeto cortante o algo por el estilo.
 Me rendí frente a mi hermana sudamericana, de modo que empecé a tratar de sacar mi pié atrapado por la bolsa con un esfuerzo digno de mejores causas.  Forcejeé y cómo. Mi cara enrojeció y el pié salió de su mazmorra un tanto aplanado. Pero no había lugar para los dos. Como una garza viajé hasta el final con uno solo apoyado en el piso y el otro en el aire. Recordé casualmente un fragmento de un poema de Pessoa; “…maravillosa gente humana que vive como los perros…” Yo no viajaba todos los días, pero ésta gente volvía de sus trabajos toda la semana Y viajaba de esa manera, sin perder el humor, estaban contentos de volver a sus casas, aunque aun, a muchos de ellos les aguardaba el viaje en colectivo. Así que cuando llegamos a Glew, nuevamente fui sacada en andas, pero pude respirar algo de aire, detenida en el andén para ver una nueva estampida de los que salían disparados a tomar los colectivos, muchos de ellos saltando a las vías para tomar los ómnibus que paraban al costado de ellas.
 Continué detenida hasta que todos hubieran evacuado el andén y, rengueando un poco emprendí la retirada. Me alcanzó una figura pequeña, que llevaba a sus espaldas el maldito bulto (¿cómo podía?). 
 -Mamacita, me dijo. Toma éstos limones. En su mano oscura brillaban cuatro lozanos frutos.
 -No necesito limones, dije con cierta hostilidad.
 -Tomalos, por lo del pié, y, en secreto me alcanzó algunas hojas verdes. 
Eran de coca, me los daba para el pié, que estaba un poco hinchado.  Tomé las ofrendas y murmuré un “gracias” y me puse a llorar, como una estúpida.

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