NANETE
Carlos Margiotta
Nanete
llegó a las cinco en punto, como todos los martes, y repitió el ritual. Frente
al espejo colgado en la puerta del ropero, se desvistió. Primero se quitó el
sombrero de fieltro, después el saquito de franela gris y el chaleco haciendo
juego, después la camisa de seda blanca y la pollera ajustada del trajecito
sastre. Se miró el cuerpo generoso en el espejo con una sonrisa maliciosa.
Continuó sacándose la enagua de rayón, los zapatos de taco alto, y las ligas
que sujetaban las medias negras con una fina costura a lo largo de los muslos y
las pantorrillas que enfundaban esas piernas perfectas, esas piernas que tanto
me calentaban. Abrió el ropero y descolgó la bata de algodón bordó, se puso las
chinelas de piel de zorro, y se fue a duchar.
Yo,
sentado entre el biombo chino y el bargueño inglés, apenas podía ver el vapor
escapando de la puerta entreabierta. El ambiente era demasiado estrecho para la
cama de dos plazas, estilo francés, las mesitas de luz, y el sillón Luis XVI,
que el señor había comprado en Maple.
Ella
me ignoraba, haciéndome sentir un objeto decorativo, ausente, discreto,
esperando el encuentro de esos dos desenfadados, insaciables y mentirosos
amantes, que hacen el amor delante de mí
sin pudor. Se abrazan, se tocan, se muerden,
escuchando tangos y boleros en la victrola que debajo de la ventana
aturde mis oídos. Después del placer fuman un cigarrillo, beben una copa de
coñac, se dan un baño perfumado juntos, y se visten, y se besan nuevamente, y
el señor le da un billete de cien pesos y ella lo guarda en el corpiño, y se dicen
te quiero amor mío, y se despiden hasta el próximo martes, y me dejan a media
luz, me dejan solo, mudo, ciego,
petrificado en un rincón, por ser simplemente el cómplice gato de porcelana.
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