Florecido Eduardo
Coiro
El hombre
la había arrancado de su vida como se arranca a un yuyo indeseable en el
jardín.
Con la
misma brutalidad en el tirón, tratando de arrancar la raíz de cuajo. Sin sentir
nada.
Al otro
día, justo al otro día. El hombre plantó en su lecho a una muchacha bella como
una azalea. La mujer se marchó prontamente sin echar raíces en su vida.
No se
quedó quieto. Siguió plantando bellas mujeres que se marchitaban antes del
nuevo amanecer.
Nadie
pudo crecer ni florecer en ese lugar. Su vida era un jardín desierto al que
regaba inútilmente antes de anochecer.
Hasta que
percibió esos movimientos adentro. Esos pujos que sintió por todo su cuerpo y
que se ramificaban de noche a día con la velocidad implacable de la naturaleza.
Y eran la luz y esa tibieza que anuncian una primavera cercana.
El hombre
se vio a la siguiente mañana en el espejo y comprendió lo que sucedía.
No había
logrado extirpar bien las raíces de ella. Su amada.
Sus
brotes se abrían paso por sus poros y estaban a punto de estallar en flor.
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