La niña y la tormenta
Gustavo Andrés Murillo
Cuando
los rayos del sol consiguieron atravesar la densa capa de nubes plomizas ya
nada era igual. Habían bastado cuatro horas de lluvia para que el lecho del Rio
Seco movilizase una tromba de barro y enredados troncos de árboles que
destruyeron en cuestión de minutos todo un barrio. La gente, las familias,
muchos de ellos desnudos se amontonaban en techos, árboles o cualquier lugar
alto y desde allí observaban las ruinas sin convencerse del todo de haber
sobrevivido a ese sorpresivo ensayo del Juicio Final. Los primeros periodistas
ya estaban llegando y en medio del pasmoso silencio un viejito vestido solo con
un pantalón corto y ojotas sonreía a visiones de su pasado y comenzaba a tocar,
con el entusiasmo de lo cotidiano, su violín; sus pies descalzos, flacos y
blanquísimos por el forzoso baño, colgaban del árbol en que estaba sentado, tan
eterno y enclenque como él.
Babel,
el periodista, se demoraba. Sabía que los movileros de su programa ya estarían
llegando hacia el barrio del desastre, él los había llamado al momento de
enterarse de la gran noticia, sabía que de no hacerlo, sus chicos (como los
llamaba con desprecio de padre déspota) se hubiesen quedado toda la mañana a la
sombra del edificio municipal esperando a que hable cualquier funcionario con
ganas de avanzar unos casilleros en su carrera.
Babel…
Juan Babel se demoraba mirando con pena sus zapatillas importadas. Al final se
decidió a salir de su casa, podían estar llegando ya los funcionarios
provinciales y él debía estar vestido adecuadamente. Aunque al volver a su casa
–quizás ya entrada la noche- iba a tener que tirarlas.
Al
llegar empezó rápidamente a sacar fotos, mientras les indicaba a sus
periodistas a quien entrevistar: debía asegurarse de que las entrevistas se
desarrollasen sin ataques de histeria ni arranques de odio contra el gobierno.
-¡Para que, si después los volverán a votar!- les explicaba a sus movileros. El
sí, cada tanto, se peleaba pero eso era algo
diferente.
A
un par de horas de dar vueltas al desastre, caminando sin saber si donde pisaba
había sido casa o calle, Babel ya estaba sinceramente sorprendida de que no
llegasen funcionarios de primera línea, -esos estarán tan desorientados como
los de acá- pensó. Como pudo consiguió una charla informal con el hombre a
cargo del rescate del barrio, el Comandante Piedras. Él le confió que habían
recogido bajando por la crecida del Río Seco tres cuerpos: una anciana que
figuraría como un infarto, un hombre que vivía solo –este sería alcohólico- y
otra mujer vieja, seguramente boliviana. Estaba claro que ella sería NN.
El
Comandante dijo –y el periodista confiaba en su criterio a ojos cerrados- que
la situación ya había sido controlada. Luego, pasado el mediodía, comieron
juntos y llegados al postre Piedra le dio la gran primicia: Si se garantizaba
la tranquilidad de la población, en una semana, vendría el Presidente. Babel en
silencio maldijo su suerte, con semejante noticia él no debería haber
almorzado. Su ulcera le cobraría su buen apetito .
Durante
esa tarde se dedicó a observar el improvisado campamento, los militares lo
estaban organizando bien. Las familias se acomodaban en carpas y un puesto de
control regulaba quien entraba o salía, hasta el periodista tuvo que mostrar
sus credenciales al par de soldados que le apuntaban (como si no lo conocieran)
mientras lo miraban impersonales tras sus lentes oscuros.
La
única carpa que no respetaba el orden y decoro administrados por el ejército
era la del grupo de chicos que habían estado bailando en el boliche cuando
estalló la lluvia. Los jóvenes parecían aun un poco bebidos -cosa ya imposible,
serian solo nervios- y metían bochinche, amontonados en una esquina del
campamento cantando cumbias en desafinado coro y alegremente. Entre ofuscado y
resignado el Comandante les dio la libertad para que se retiren a sus casas
solo luego del veredicto del cura que se había instalado para ayudar a poner
orden en el campamento. Este había hablado con ellos y no había forma: solo
iban a enloquecer a todos.
Ya
entrada la noche Babel pudo irse a dormir. Antes pasó por el bar donde discutió
un par de horas sobre el último gran interrogante del pueblo de Bermejo: Para
el, debía respetarse el inicio del Carnaval si no se quería terminar de colmar
la paciencia del pueblo, nadie lo entendió pero él ya estaba acostumbrado.
Durmió con la tranquilidad del que ya sabe cómo amanecerá al día siguiente.
El
día, por supuesto, amaneció radiante. Luego de recibir el permiso especial para
montar la radio en el campamento Babel se encargó de recibir donaciones y
apoyó, contundente, la decisión del Intendente de dar inicio al Carnaval. A
unos cien metros del campamento se organizó el palco oficial y la pasarela a lo
largo de la ancha avenida y llegando hasta el puente del Río Seco. Por allí
pasarían las comparsas y carrozas, También los diferentes pimpines: en fiestas
oficiales la presencia de los indios era siempre requerida.
Los
refugiados miraban con un asombro alegre cómo se armaba la gran fiesta. Parados
en las colas organizadas en los cuatro extremos del campamento: la fila de la
comida, la del agua, la de los médicos y la de los baños químicos, descontaban
que no les cobrarían entrada al espectáculo. Babel trabajo cruzando los dedos y
dedicó el resto del caluroso día a tranquilizar almas. Aunque lo disimulaba
bien, no salía de su asombro: familias separadas, sin propiedad ni trabajo y
nadie enfurecía. Todo se debía –se dijo- al ejército. Nadie como los militares
para organizar a las masas. Al llegar la tarde los indios del pimpín del barrio
Gral. Roca llegaron para pedir a los guardias del campamento que permitiesen
salir a su reina, la chiquita había salido a bailar la noche de la tormenta.
Los indios habían confiado en que ella estaría allí, encerrada junto al resto
de los refugiados. Babel se retiró preocupado esa tarde viendo los pálidos
rostros de los guardias que no sabían cómo explicar (no manejaban el idioma y
no contaban con el tacto necesario) que la reina de los indios no aparecía en
los registros, ella nunca había estado allí.
La
mañana llego con un sol potente, definitorio. El clima mismo confirmaba la
importancia de la fecha: comenzaba el Carnaval, las aguas se calmarían y luego
podría aterrizar el Presidente con parte de su gabinete. Babel, camino al
campamento, condujo disimuladamente por frente de la Comisaría. Había allí un
pequeño grupo de indios. Era la familia de la reina, su madre y hermanos
mayores estaban detenidos. Sin embargo pudo averiguar que –quien sabe conque
promesas- el pimpín del barrio Roca participaría en la apertura del Corso.
Las
radios empezaban a cubrir el episodio, pero rápidamente el tema decayó. Porque
quizás se había escapado con algún novio, o se estaría prostituyendo o drogando.
En el fondo era responsabilidad de su familia que por algo había sido detenida.
Pasó
el caluroso día y llegó la noche clara, llena de estrellas y guirnaldas en la
avenida por la que desfilaría el corso. Babel con su cámara fotográfica estaba
parado como todos los años frente al palco oficial pero no se atrevía a mirar
los pálidos rostros, no quería retratarlos así y no sabía qué hacer. El locutor
daba largas al inicio de la fiesta, hablaba de la alegría de la noche, de
olvidar todas las penas. Hablaba de todo menos del penetrante olor a cadáver
que trasminaba la noche e intoxicaba a todos los presentes.
Unas
cuadras más abajo, bajo el puente del Río Seco, el cadáver de una joven india
se descomponía aceleradamente por el caluroso clima de los últimos días...Cerca,
en el palco, políticos y empresarios se culpaban mutuamente con mudas y
expresivas miradas: todos se habían apurado, golosos de los subsidios que
hubieran recibido cuando aterrizase el avión presidencial… Ese avión parecía ya
solo parte de un bello sueño deshilachado. Las autoridades a punto de ser
vencidos por las náuseas trataban de sonreír, de aparentar seguridad.
Babel
bajaba los ojos para no ver, apenado. De repente dio un salto, sobresaltado al
sentir que lo tironeaban de la manga del traje: un viejito vestido solo con
pantalones cortos y ojotas le pedía que buscase al cura, que le hablase para que le devuelva el arco de su violín. Se
lo habían quitado hace tres días para que no molestase con su ruido al
campamento.
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