Marta Comelli
En la otra orilla se divisa una figura de mujer alta y cristalina, tan azul como las aguas de este mar que se acerca, se aleja y moja sus pies y vuelve a su interior blanquecino, espumoso. Y se acerca, se aleja y moja nuestros pies y vuelve, retrocede y vuelve. El mar juega con la isla. La isla espera. La isla despojada, incierta de tiempos.
Mientras, en el centro de su pequeñez, ella mantiene su cuerpo solitario y erguido por obra de las mareas que la arrasarán cuando la hora llegue. Allí, solitarios y maravillados por ambas imágenes una de cada lado de nuestro increíble espacio terrenal, saboteamos peces de colores, abrazamos estrellas de mar y pisoteamos su suelo blanco, arena harinosa, polvo para pieles sensibles. Habrá un momento en el que el agua suba y desaparecerá debajo de nuestros pies. Se erguirán las barcas y sus felices pescadores, cantando desconocidas canciones encantadoras de cangrejos, langostas, tal vez alguna sirena y regresarán con el agua empujándolos a sus costas reales, nosotros con el compromiso de unos navegantes conocidos por su irregularidad horaria, apenas nos sostendremos sobre un resto del islote cuando ellos arriben en nuestra búsqueda.
Cercanos a la costa aún podemos disfrutar del hundimiento definitivo por hoy, de la isla, igual el sol y desde la precaria barca, las traslúcidas imágenes de los guerreros del pan, en una costa y en la otra la transparente luminosidad de un cuerpo de mujer, tan débil como incierto a medida que la distancia se acorta. Es posible imaginar, desaparecerá del escenario cuando pisemos arenas nuevamente.
Ayudados a bajar insistimos en ver la “Corona de Avión” hundiéndose en el mar, pero él ya ha cumplido con su tarea diaria de alojarla en su interior hasta mañana.
Al volvernos vemos alejarse una silueta inigualablemente azul, aleteando un pañuelo como si fuera un ala. El día cierra un circuito natural indescriptible y con certeza no en un todo apreciable al ojo humano.
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