Visita Inoportuna
Marta Becker
El Padre Ramón llegó al
pueblo para reemplazar al Padre Cosme, quien murió de vejez y un infarto
fulminante mientras daba el sermón dominical.
El hombre fallecido fue llorado ya que era muy querido. Como sabía
los secretos de todos muchos lamentaron su deceso pero respiraron aliviados
ahora que se los llevaba a la tumba, ya que últimamente el cura estaba un poco
disperso y hablaba de más, sobre todo de temas escuchados en el confesionario.
El nuevo Padre trajo muchos
libros, algo de mobiliario que dijo ser de sus padres y no los quería perder, poca
ropa y completando su mudanza lo acompañaba una morena a quien presentó como la
persona que atendía la casa, la cocina y demás trámites.
Luego de instalarse y dar su
primer oficio el Padre Ramón le contó a doña Eulalia, representante oficial de
las beatas del pueblo, la historia de la muchacha. Se lo dijo como al pasar,
pero estaba seguro que llegaría a los oídos de todos y en realidad esas eran
sus intenciones.
Un día dejaron en el atrio
de la iglesia un canasto con un bebé, con una muda de ropitas y ninguna nota.
Nada de nombre, algún dato, alguna referencia, nada. Me hice cargo de la niña,
en un acto de caridad y ella creció bajo mi custodia. La llamé como mi madre,
María, la bauticé y en agradecimiento, ella me cuida y me acompaña-, fue el
relato del cura.
La historia corrió como
reguero de pólvora en el pueblo y con la misma velocidad comenzaron los
comentarios de todo tipo. Las malas lenguas funcionaban a todo vapor y se
armaron corrillos en la carnicería, la farmacia de don Jesús, la panadería y hasta
hablaban entre sí del tema las prostitutas cuando no tenían clientes en el
prostíbulo.
Suponían –y no se
equivocaban- que la muchacha atendía al Padre Ramón en todos los órdenes y eso
era algo que las solteronas amargadas no podían permitir. No soportaban la belleza de María, era algo que hería su
amor propio sobre todo porque alimentaba la fantasía entre los hombres, algo
que ellas no habían logrado nunca.
El cura atendía con esmero
la parroquia y era muy discreto en su vida privada, pero los celos y la envidia
son dos pecados difíciles de manejar. Alguien -no se supo quién o nadie lo
quiso decir, esos secretos masivos amparados por la cobardía- hizo una denuncia
que llegó a la capital acerca de la vida íntima del Padre Ramón. Cuando éste se
enteró y antes de que llegara el delegado de la iglesia central mudó a la muchacha a una casa cercana.
Ella siguió cumpliendo sus
funciones en el cuidado de la casa y las
comidas, pero pernoctaba en su nueva vivienda.
El funcionario que se hizo
presente decidió compartir unos días con el Padre Ramón, quien se mostró muy
dispuesto al interrogatorio y se ofreció gentilmente a darle hospitalidad en la
casa parroquial. Imaginaba que así el delegado corroboraría que nada raro
alteraba la vida sacra del cura.
Los días fueron pasando y el
visitante ocupaba muchas horas hablando con la gente del pueblo. Los
comentarios eran diversos, en su mayoría apoyaban al prelado y mencionaban que
era muy cuidado en lo personal, pero de las beatas sólo escuchaba desaprobación
y enojo. En especial, acosó a María con visitas y preguntas reiteradas en busca
de alguna confesión, basado en las habladurías.
Todos estaban convencidos de
que el enviado era un hombre probo, fiel a la Iglesia , inmaculado e
intachable. El mismo se los hacía saber mientras recitaba los principios
ancestrales de la Santa
Sede y sus reglas.
Tanto se demoró en las
averiguaciones que el Padre Ramón lo increpó - ¿hasta cuándo seguirá la
investigación?, consultó, cansado y ansioso de la presencia de la muchacha, que
cada vez se hacía ver menos en el templo.
-Todo lleva su tiempo-, fue
la respuesta que recibió de alguien que dilataba la visita.
Luego de dos largos meses
finalmente anunció su partida.
Dejó a todos mudos y al
Padre Ramón consternado frente al altar
cuando se fue del pueblo llevándose a María consigo “para su uso
personal”, dijo.
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