El abuelo está aquí
Arturo Lomillo
¿Dónde
empezaba y terminaba el abuelo’. Me hice estas preguntas cuando el abuelo Joaquín
murió, hace ya diez años. “no lo volveremos a ver en este mundo, pero algún día
todos nos encontraremos de nuevo”- me dijo la tía Nora, hablando como si
estuviera representando un papel en una telenovela. Mamá no se había animado a
darme la noticia y no la creí. ¿Qué quería decir eso de que no lo íbamos a ver
más? ¿Acaso el abuelo sólo estaba contenido en ese cuerpo viejo, en cuyas
piernas solía sentarme para hablar largamente en las siestas de las abejas que
zumbaban en el patio, de los gorriones que venían a buscar las miguitas de pan
que les dejábamos en una mesita o, sobre todo, de sus viajes como conductor de
trenes? A fuerza de estar juntos habíamos hecho un tejido que unía nuestras conversaciones
con el sol, con las tardes con los sonidos del viento, con el cacareo de las
gallinas y todo eso era para mí el abuelo: la higuera en el patio, el dulce
sabor de los densos higos, la sombra de la parra que se desplazaba lentamente
con el andar del planeta, eran mi abuelo. Entre los dos habíamos creado todo un
universo.
Entre
los dos, he dicho, pero no era así. También estaba la abuela que pese a sus
años trabajaba en la cocina y después, silenciosamente, se arrimaba a cebarle
mate amargo y escuchaba con una leve sonrisa nuestras conversaciones. Era menos
comunicativa y más rezongona, pero a su manera ella también formaba parte del
encanto, como el patio soleado y su diálogo con la sombra, las abejas zumbonas,
las gallinas siempre asustadas, el viento que aunque seguía de largo dejaba sus
semillas, sus mariposas entre las plantas. Había un misterio flotando,
mezclándose con nuestras palabras.
Después
comprobé que él no venía más rengueando, haciendo sonar su bastón contra las
baldosas del patio, a sentarse en el sillón de mimbre, a la sombra de la parra.
Por eso, me pregunté dónde empezaba y terminaba el abuelo.
Me
fui al fondo a contemplar la higuera y allí estaban las brevas. Arranqué una y
me dio su gusto rotundo, el deleite de su consistencia pulposa, su sensualidad
detenida; dulzura carnal de soles, lunas, estrellas, vientos y lluvias,
acariciando la lengua. Las gallinas se asustaron una vez más, cumpliendo con su
papel y “Negro” el perro salchicha, con su aspecto de dibujo animado, vino a
torearlas y a buscarme y todo estaba en orden: sólo faltaba el abuelo con su
mirada de distancias, su figura robusta, sus bigotes poblados y encanecidos.
En
alguna parte debía estar, porque no había ningún hueco por donde pudiera
haberse ido de este mundo en el que todo era exceso, regalo. Les pregunté a
mamá y papá, a mis hermanos y a la tía Nora si era verdad que el abuelo ya no
volvería y Felisa, mi hermana, me contestó con fastidio: “Dejate de estupideces;
el abuelo se murió y basta”
Una
tarde habíamos pasado con el abuelo frente a la vieja estación ferroviaria y
él, sin decirme nada, sabiendo que yo compartía sus sentimientos y que lo
seguiría, entró en el amplio salón de acceso en el que flotaba una atmósfera
gris de tiempos y distancias, como si a través de los años cada tren que llegaba
o salía hubiera ido depositando la imprecisión de los viajes, el no quedarse
definitivamente en ninguna parte.
Todavía
lo veo pasear su mirada reverente por los rincones, buscando allí su pasado y
después en los andenes contemplar las antiguas locomotoras detenidas,
acariciándolas con los ojos. Memorizaba sus incontables viajes por el norte de
la provincia, que había descripto una y otra vez en nuestras conversaciones;
las inacabables llanuras, los montes impenetrables, el trabajo de los
esforzados hacheros, la soledad de los pueblos donde tenía tantos amigos a los
que ya no veía, gente que le había confiado sus esperanzas siempre frustradas
de una vida mejor, miles de días, soles, lluvias, noches, tierra que el abuelo
llevaba dentro de sí como los higos su pulpa.
Y
ahora yo sentía que todo eso se asomaba por mis ojos. Miraba las avenidas de la
ciudad, la gente que transitaba por ellas y me decía: “Estás aquí, abuelo
Joaquín, estás aquí; ves por mis ojos”
Un
mediodía regresaba de la escuela cuando vi un viejo que caminaba lentamente
delante de mí, rengueando. Su figura me resultó tan parecida a la del abuelo
que me apuré para alcanzarlo, impulsado por una loca esperanza. ¡Qué
frustración al ver su rostro que tenía, sin embargo, cierta semejanza! El viejo
me sonrió como adivinando lo que me estaba ocurriendo. Tal vez, él también
tuviera un nieto con quien compartir el misterio de largas horas sinceras de
conversaciones y silencios.
En
casa encontré otra vez el sillón de mimbre con la ausencia del abuelo. Fui al
dormitorio y busqué el bastón; lo tomé entre mis manos, palpé las rugosidades
de su empuñadura, tratando de sostenerlo como él lo sostenía, con sus manos
fuertes y ásperas. Salí al patio, me senté en el sillón de mimbre, hablé con
una voz grave y algo ronca con un nieto imaginario que era yo mismo, tratando
de imitarlo. El sol de la siesta emborrachaba de reflejos verdeamarillos a las
plantas. Entonces supe que el silencio del patio, con rumor de abejas, el viento
entre las hojas de la parra, las incipientes uvas, eran el rumbo que comenzaba
a abrirse hacia el latido de ese corazón que en mi pecho contenía la nueva
presencia del abuelo.
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