miércoles, 16 de marzo de 2016

Arturo Lomillo

El abuelo está aquí  
Arturo Lomillo

¿Dónde empezaba y terminaba el abuelo’. Me hice estas preguntas cuando el abuelo Joaquín murió, hace ya diez años. “no lo volveremos a ver en este mundo, pero algún día todos nos encontraremos de nuevo”- me dijo la tía Nora, hablando como si estuviera representando un papel en una telenovela. Mamá no se había animado a darme la noticia y no la creí. ¿Qué quería decir eso de que no lo íbamos a ver más? ¿Acaso el abuelo sólo estaba contenido en ese cuerpo viejo, en cuyas piernas solía sentarme para hablar largamente en las siestas de las abejas que zumbaban en el patio, de los gorriones que venían a buscar las miguitas de pan que les dejábamos en una mesita o, sobre todo, de sus viajes como conductor de trenes? A fuerza de estar juntos habíamos hecho un tejido que unía nuestras conversaciones con el sol, con las tardes con los sonidos del viento, con el cacareo de las gallinas y todo eso era para mí el abuelo: la higuera en el patio, el dulce sabor de los densos higos, la sombra de la parra que se desplazaba lentamente con el andar del planeta, eran mi abuelo. Entre los dos habíamos creado todo un universo.
Entre los dos, he dicho, pero no era así. También estaba la abuela que pese a sus años trabajaba en la cocina y después, silenciosamente, se arrimaba a cebarle mate amargo y escuchaba con una leve sonrisa nuestras conversaciones. Era menos comunicativa y más rezongona, pero a su manera ella también formaba parte del encanto, como el patio soleado y su diálogo con la sombra, las abejas zumbonas, las gallinas siempre asustadas, el viento que aunque seguía de largo dejaba sus semillas, sus mariposas entre las plantas. Había un misterio flotando, mezclándose con nuestras palabras.
Después comprobé que él no venía más rengueando, haciendo sonar su bastón contra las baldosas del patio, a sentarse en el sillón de mimbre, a la sombra de la parra. Por eso, me pregunté dónde empezaba y terminaba el abuelo.
Me fui al fondo a contemplar la higuera y allí estaban las brevas. Arranqué una y me dio su gusto rotundo, el deleite de su consistencia pulposa, su sensualidad detenida; dulzura carnal de soles, lunas, estrellas, vientos y lluvias, acariciando la lengua. Las gallinas se asustaron una vez más, cumpliendo con su papel y “Negro” el perro salchicha, con su aspecto de dibujo animado, vino a torearlas y a buscarme y todo estaba en orden: sólo faltaba el abuelo con su mirada de distancias, su figura robusta, sus bigotes poblados y encanecidos.
En alguna parte debía estar, porque no había ningún hueco por donde pudiera haberse ido de este mundo en el que todo era exceso, regalo. Les pregunté a mamá y papá, a mis hermanos y a la tía Nora si era verdad que el abuelo ya no volvería y Felisa, mi hermana, me contestó con fastidio: “Dejate de estupideces; el abuelo se murió y basta”
Una tarde habíamos pasado con el abuelo frente a la vieja estación ferroviaria y él, sin decirme nada, sabiendo que yo compartía sus sentimientos y que lo seguiría, entró en el amplio salón de acceso en el que flotaba una atmósfera gris de tiempos y distancias, como si a través de los años cada tren que llegaba o salía hubiera ido depositando la imprecisión de los viajes, el no quedarse definitivamente en ninguna parte.
Todavía lo veo pasear su mirada reverente por los rincones, buscando allí su pasado y después en los andenes contemplar las antiguas locomotoras detenidas, acariciándolas con los ojos. Memorizaba sus incontables viajes por el norte de la provincia, que había descripto una y otra vez en nuestras conversaciones; las inacabables llanuras, los montes impenetrables, el trabajo de los esforzados hacheros, la soledad de los pueblos donde tenía tantos amigos a los que ya no veía, gente que le había confiado sus esperanzas siempre frustradas de una vida mejor, miles de días, soles, lluvias, noches, tierra que el abuelo llevaba dentro de sí como los higos su pulpa.
Y ahora yo sentía que todo eso se asomaba por mis ojos. Miraba las avenidas de la ciudad, la gente que transitaba por ellas y me decía: “Estás aquí, abuelo Joaquín, estás aquí; ves por mis ojos”
Un mediodía regresaba de la escuela cuando vi un viejo que caminaba lentamente delante de mí, rengueando. Su figura me resultó tan parecida a la del abuelo que me apuré para alcanzarlo, impulsado por una loca esperanza. ¡Qué frustración al ver su rostro que tenía, sin embargo, cierta semejanza! El viejo me sonrió como adivinando lo que me estaba ocurriendo. Tal vez, él también tuviera un nieto con quien compartir el misterio de largas horas sinceras de conversaciones y silencios.
En casa encontré otra vez el sillón de mimbre con la ausencia del abuelo. Fui al dormitorio y busqué el bastón; lo tomé entre mis manos, palpé las rugosidades de su empuñadura, tratando de sostenerlo como él lo sostenía, con sus manos fuertes y ásperas. Salí al patio, me senté en el sillón de mimbre, hablé con una voz grave y algo ronca con un nieto imaginario que era yo mismo, tratando de imitarlo. El sol de la siesta emborrachaba de reflejos verdeamarillos a las plantas. Entonces supe que el silencio del patio, con rumor de abejas, el viento entre las hojas de la parra, las incipientes uvas, eran el rumbo que comenzaba a abrirse hacia el latido de ese corazón que en mi pecho contenía la nueva presencia del abuelo.

                                                  

No hay comentarios: