Eulalia y Juan
María Cristina Berçaitz
Las penas caían como
bolseadas sobre el pobre infeliz. Andaba por los campos dando lástima con su
flacura, sus ropas raídas y la mugre que cubría sus huesos. Los dientes se le
habían gastado de tanto roer cuero de vaca y raíces para sacarles un poco de nutrientes.
Cuando golpeó las manos
frente a la puerta del rancho de Eulalia para pedirle agua y un plato de
comida, ella creyó que era un aparecido. Así, de primera vista, tenía el alto
del finado y el ancho de sus hombros era casi el mismo.
Ella le alcanzó un pedazo de
pan y un jarro con mate cocido. Al verlo comer le tembló el corazón. Ni los
perros cimarrones comían tan desaforadamente como este pobre desgraciado,
mugriento y con el pelo largo y enmarañado enredado con abrojos que más
parecían hebillas que espinas.
Eulalia le indicó un grifo a
la vuelta de la vivienda para que pudiera higienizarse. También le entregó una
toalla gastada, un pan de jabón de lavar la ropa y una navaja.
–Tome –le dijo–, frótese con
el cepillo de limpiar zapatillas que está ahí; ¡Ah!, y lávese bien la cabeza… y
córtese la barba que le quiero ver la cara.
–¿Todo eso por un pedazo de
pan verde de moho?
–Si se lava bien le doy un
plato de puchero con caldo.
Y ahí fue el desgraciadito
con la toalla y el jabón a lavarse y cortarse la barba con la navaja oxidada
frente a un trozo mezquino de espejo.
Sí, tenía una cara flaca y
descarnada, pero cara de bueno.
–Acá me tiene, doña, ¿me va
a dar el puchero prometido? –dijo apareciendo con sus partes pudendas cubiertas
con la toalla como si fuera un taparrabos, dejando al aire las costillas que se
podían contar una a una.
No terminó de hablar cuando
se vio frente a un plato de lata rebosante de verduras y con un pedazo de falda
que se deshacía entre sus dedos ávidos. ¡Cuánto hacía que no comía algo
caliente y tan sabroso!
–Doña, si quiere que le
arregle algún alambrado o que le pase la azada… –y la miró con los ojos
agradecidos y ansiosos.
Eulalia fue a buscar algo de
ropa del finado. Como había imaginado le quedaba pintadita, un poco floja sobre
los hombros huesudos, pero ya había decidido que el hombre se quedaría
ayudándola en las faenas del campo, demasiado fatigosas para ella. Ella, por su
parte, se comprometía a alimentarlo y a rellenar su pellejo cetrino.
En pocos meses Juan, que así
se llamaba el infeliz, había pasado a ser de un pobre desgraciado a un hombre
fuerte y musculoso.
Su trabajo era invalorable.
Entre otras cosas construyó una nueva letrina, arregló los alambrados que se
caían a causa de los troncos podridos, armó un corral para que no se escaparan
las gallinas, cambió la paja del techo y renovó la pintura del rancho.
Como se acercaba el
invierno, acondicionó el galpón de las herramientas, armó un catre nuevo y lo
cubrió con mantas limpias que Eulalia le dio.
Ahora comían juntos en la
cocina grande de piso de tierra bien apisonado, y los domingos se sentaban a
tomar mate bajo el eucalipto que protegía el rancho.
El hombre se sentía adobado
como pavo ante la perspectiva de las fiestas. Hasta se diría que las camisas
del finado le tironeaban bajo los sobacos, por lo que las dejaba medio abiertas
mostrando el pecho ahora relleno de carne.
Eulalia le temía al
invierno, con las noches largas y solitarias y las mañanas blanqueadas por la
escarcha. Ella sabía que el frío y la humedad se encarnizaban en las sábanas
entre las que se revolcaba en soledad.
Poco necesitó para
decidirse. Desde que Juan apareciera sus días eran más cortos y soleados, había
rejuvenecido y su cabello lucía brillante y peinado. No quería regresar a lo
anterior. A su tristeza y a su melancolía.
–Juan, hace casi un año que
estamos juntos, los vecinos murmuran, de modo que si usted sigue acá creo que
deberemos legalizar nuestra situación.
–¿Situación? ¿Qué situación?
Yo soy su empleado y nada más.
–… Si quisiera podría ser
algo más… –dijo coqueta acariciándose la cintura.
Juan la evaluó: la mujer era
algo mayor que él, tenía algunas hebras blancas en su cabeza y algunos kilitos
de más que la hacían muy apetitosa. Además tenía el rancho –herencia del
finado–, y una buena parcela de tierra. Y aceptó. Fueron a ver al cura y al
juez y en unas semanas, luego de las publicaciones de rigor, se casaron.
Para festejar fueron a pasar
un fin de semana a Luján. Recorrieron la ciudad y visitaron el casino. Nunca
antes habían entrado a uno y los encandiló el lujo que los rodeaba.
Suerte de principiantes,
salieron con un buen fajo de billetes. Eulalia no cabía en sí de dicha, y Juan,
que pensaba en su anterior situación, sentía que era un hombre afortunado.
La muchacha que cambiaba las
fichas en la caja les sonrió con un guiño pícaro al ver la cantidad de dinero
que se llevaban. Juan se sintió un seductor. A Eulalia, en cambio, no le causó
ninguna gracia.
Regresaron al rancho y
retomaron la rutina. Pero algo había cambiado. Juan se esmeraba aún más en los
trabajos del campo y cuidaba a Eulalia con afecto.
Se sentía dueño y actuaba en
consecuencia.
En poco tiempo comenzaron a
hacer planes de mejoras y agregaron maní y soja a las cosechas. Eulalia se
sentía feliz, su vida había cambiado por completo; hasta se visitaban con los
vecinos. Todas las noches le agradecía a la Virgencita el haberle
enviado a Juan, y Juan agradecía a Dios su actual bienestar.
Una vez al mes el matrimonio
se acercaba a Luján y a su casino, aunque ya no ganaban tanto como aquél primer
día en el que la suerte los acompañó por novatos. Siempre la cajera los
reconocía y les regalaba su sonrisa cómplice.
No había pasado mucho tiempo
de la boda cuando empezaron a hablar de colocar luz eléctrica. En septiembre ya
estaba instalada. La felicidad era completa.
Una mañana, como siempre lo
hacía, Eulalia se levantó al canto del gallo para calentar agua para el mate. A
ciegas, como era su costumbre de tantos años, abrió la garrafa y acercó un
fósforo; dejó la pava sobre el fuego y se dirigió al baño. Cuando regresó, el
olor a gas era asfixiante: el fuego se había apagado. Manoteó la llave de luz y
la accionó.
La chispa que brotó hizo
volar la cocina. Eulalia voló con ella y sus pedacitos quedaron esparcidos por
el campo.
La velaron a cajón cerrado.
Juan, luego de llorarla
comenzó, por consejo del juez, con la sucesión. Eulalia no tenía hijos ni
padres, de modo que fue declarado único heredero.
Para ayudar a su duelo cada
tanto iba a Luján a rezarle a la
Virgencita ; de paso se acercaba al casino para disfrutar del
lujo, tentar a la suerte y ¿por qué no? recoger las sonrisas de esa cajera.
Poco a poco, sonrisa va, piropo viene, comenzaron a intimar.
No habían pasado doce meses
que Eulalia había partido y la nueva cocina estaba terminada, linda y
reluciente; y la sucesión también.
Juan era dueño absoluto de
las tierras y del rancho que mejoraba día a día. Y… él se esmeraba.
Pero Juan tenía otra razón,
quería que el rancho entero luciera como nuevo cuando llegara a instalarse su
futura esposa, la antigua cajera del casino de Luján.
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