Ocupas
María A. Escobar
Hacía
rato que nos queríamos ir de la villa.
Nos quedaba chica, éramos muchos en apenas una pieza y un agujero
alejado donde hacíamos nuestras necesidades y luego tapábamos con tierra o barro, según hubiera
llovido o no. Entonces Rodrigo tuvo la
idea porque lejos había un bonito barrio donde viví gente que no era como
nosotros. Gente rica que empleaba a
algunos de la villa, mujeres sobre todo, para que trabajaran para ellos por una
miseria, claro. No confiaban en ninguno pero había tanto custodio que andá a
mandarte una macana.
Nosotros
no trabajábamos para ellos, que se fueran a la mierda con su guita. Nosotros
nos iríamos de ahí, porque cuando a Rodrigo se le metía algo en la cabeza no
renunciaba hasta que lo conseguía, así terco era él. Entonces de llevar a la Iris hasta la estación, con
la lata de aceite vacía, nos encargábamos nosotros, le dejábamos una bolsa de
pan para que comiera y luego a salir corriendo porque nunca faltaba un comedido
que nos gritaba que nos iba a denunciar, pero, bueno, era el único ingreso que
teníamos y la pobre Iris no se daba cuenta de nada.
Cuando
comenzaba la nochecita la íbamos a buscar. Lo primero que hacíamos era mirar la lata: a veces estaba casi llena, otras, por la mitad y también hubo días que estaba
vacía porque no faltaba un avivado que se había metido la plata en el bolsillo.
No debíamos dejarla sola, pero el único que podía hacerlo era el Rodrigo porque
era el más grande, nosotros éramos chicos y cualquiera podía pegarnos un
empujón y sacarnos la lata, así de fácil era. Pero ahora estaba ahí, llena
hasta la mitad.
Cuando
Iris nos veía pateaba, de alegría, sabía que volvía a casa. Juntos, arrastrando el carrito, volvíamos a
la villa. Dábamos vuelta la lata y
apilábamos las monedas, las de diez, las de veinte, las de cincuenta y luego
íbamos a lo de Doña Chicha y comprábamos fiambre y pan y una factura para la Iris. Alguna vez
hasta pudimos comprarnos una Coca.
El
Rodrigo volvió un día y dijo –ya está- y ya está significaba que había
encontrado la casa deshabitada. –A veinte cuadras de aquí. –Vamos a ir de noche, sin nada. En silencio
por unos días y luego, de a poco nos vamos llevando las cosas. Y así lo
hicimos, prendiendo una vela sólo en la cocina, para que no se viera la luz.
Sacar a la Iris
con el carrito era todo un lío. Unode nosotros salía con sigilo y miraba que en
la calle no hubiera nadie, entonces la sacábamos con una manta sobre el hombro,
porque aunque era agosto hacía un frío de mil demonios.
La
casa en un tiempo habría sido bonita, pero desmantelada y deshabitada se sentía
más frío adentro que afuera. No habían quedado ni canillas, ni caños, ni pileta
donde lavar los cacharros, y, en el baño, solo un agujero. Se olvidaron la canilla que estaba en lo que
un día fue un jardín. Realmente no sabíamos
si, después de todo, no era mejor la villa, pero Rodrigo, dijo que, de a
poco, iría arreglando todo. Nuestra
madre, envuelta en trapos tiritaba en el piso. Había que ir trayendo las cosas
de a poco. Tal vez Solanas nos prestaba
el carrito por unas monedas, total, cirujeando, no sacaba mucho.
A
la semana de estar ahí fuimos perdiendo el miedo y empezamos a traer las cosas.
Primero la cama para la vieja donde entraba ella y la Iris , después las nuestras y
los cacharros para hacer una sopa, porque de fiambre estábamos hartos.
Rodrigo
consiguió unos plásticos con los que tapamos las ventanas. Teníamos un brasero
en derredor del que nos amuchábamos, mi madre cocinaba con el, así que a
veces había sopa o guiso. Era otra cosa
mojar el pan adentro y quedar con la panza llena. Ya casi estábamos contentos
de estar ahí aunque los vecinos no nos saludaran, que se metieran su saludo en
el culo. Creo que nos tenían miedo, no éramos como ellos, sin embargo no molestábamos
a nadie. Una vez vino un policía. No sabemos qué habló Rodrigo con él, pero se
fue después de echar una mirada desde la puerta.
La
primavera no llegaba, aun hacía frío y no salíamos, salvo por la Iris. Aunque
descuidado teníamos un enorme terreno donde estar cuando había sol.
Una
tarde vimos unos nubarrones negros que se desplazaban hasta cubrir todo el
cielo. Mamá se asomó por el fondo y nos gritó que había que ir a buscar a la Iris , que venía tormenta.
Salimos
Rodrigo y yo, corriendo, pero el agua se precipitó antes de que llegáramos. No
teníamos nada para protegernos así que llegamos a la estación chorreando agua
por todos lados. Allí estaba la Iris , también hecha sopa. Y
se reía la estúpida como si le llovieran monedas de oro.
Agarramos
el carrito y la lata, llena de agua y, en el fondo como brillantes peces
dorados, algunas monedas. Volvimos chorreando agua, tiritando, dejando círculos
de agua en el piso de cemento. Mi madre la secaba a la Iris con un trapo seco y
luego la acercó al brasero, ella no temblaba, se sacudía en espasmos violentos.
De repente dijo clarito -mamá. Nunca
había hablado, todos la miramos. Luego su cabeza cayó sobre el pecho. Mamá se
acercó, le levantó la cabeza, la miró largo rato y luego se dirigió a todos
-está muerta, dijo y se hizo la señal de la cruz. Nos acercamos todos. Los ojos
fijos, tenían un brillo que jamás habían tenido.
La
enterramos en el terreno y quemamos el carrito. Nada de médicos o policía,
sería para problemas. Así la teníamos
con nosotros, aunque, de alguna manera, nunca lo había estado.
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