Ella se sabe gorda Orlando Mazeyra Guillén
Ella
se sabe gorda. Quiere a toda costa estilizar su fofa figura. No cree en
pastillas milagrosas ni tampoco en dietas asesinas. Entiende que si alguien
quiere adelgazar debe, diariamente, terminar jadeando en un gimnasio.
Siempre
que el almanaque se deja alcanzar por el mes postrimero, se inscribe en el concurrido
gimnasio que queda a un par de cuadras de su casa.
Todos
los años. Todo diciembre. Todas las mañanas. La ración oscila entre una hora y
una hora y media. Primero aeróbicos, luego máquinas y más máquinas. A veces se
exige demasiado: eso es peligroso, ella es consciente de eso... pero cuando
descubre que casi siempre ella resulta siendo la más gorda de la extensa sala,
se arma de fuerzas, recuerda, recuerda el aterrador guarismo que le muestra la
temida balanza todos los días, y así se renueva su ímpetu y persiste en su vano
intento de alcanzar un físico de bandera... Cuando empieza a sentir que algo le
oprime el pecho, para. Inhala y exhala. "No te rindas, cojuda", se
llena de ímpetu mientras contempla angustiada a las chicas de envidiables
figuras. El cuerpo de Francesca - su vecina - es despampanante. Todos los
machos del gimnasio la miran: unos lo hacen disimuladamente, pero otros lo
hacen sin el menor reparo. Siente envidia, ella daría la vida por tener un
cuerpo así. Por eso se esfuerza, por eso empapa su buzo, por eso exige a su
corazón hasta el límite. Pero algo que proviene de su interior le dice que
nunca podrá alcanzar su meta.
"Es
tu contextura, hija", le dice su madre. "Todos los hombres babean por
Francesca, babean por su cuerpo", alega ella.
-
¿Y eso qué importa? - la cuestiona su madre.
-
Me importa, mamá. Me importa mucho. Yo quisiera que ellos también me miren. No
pido que me miren todos, siquiera uno. Con uno me conformo.
-
Estás mal, hija.
-
Sí, claro que estoy mal. Estoy muy gorda... A este paso me voy a quedar
soltera... soltera y amargada como la tía Sonia.
-
Claro que lo es, mamá. Todas las solteras lo son, y a mí ya se me está yendo el
tren.
Su
madre sonríe. La acaricia. La besa en la mejilla y mientras la consuela con
argumentos simples, siento una ligera conmiseración. Quisiera poder ayudarla,
pero ya no se sabe cómo: dietas babélicas, nutricionistas, fajas, cremas
reductoras, etcétera. Muchos intentos, todos fallidos. Muchas lágrimas, muchas
decepciones. Muchos veranos con su hija encerrada en casa.
-
Así no voy a poder ir a la playa - afirma antes de dibujar un puchero -. Estoy
hecha una vaca. ¡Mi cuerpo es una asco!
-
Siempre es lo mismo. Hija, tienes que tener personalidad.
-
¿Personalidad? Ya me tienes harta con esa palabra, mamá.
-
Mejor no discutamos. Ya te dije que siempre es lo mismo. Corre a descansar.
Mañana tienes que ir temprano al gimnasio.
-
¿Para qué? ¿Para qué voy?
-
la respuesta la tienes tú, hija. Corre descansa.
Sube
a su cuarto. Se mira en el espejo de su tocador. Se asquea de su cuerpo. Corre
al baño. Mira la taza. Se le acelera el ritmo cardiaco. Junta su dedo índice
con su dedo medio. Los introduce con violencia en su boca. Llega a rozar su
campanilla. Le viene una arcada, y otra y otra. Está a punto de vomitar pero se
contiene. "No, no, no", se repite en silencio. Unas cuantas lágrimas
se pierden en el fondo de la taza. Se persigna y se limpia las lágrimas con
trozo de papel higiénico.
Un
nuevo día de diciembre.
Ella
se sabe gorda. Quiere a toda costa estilizar su fofa figura. No cree en
pastillas milagrosas ni tampoco en dietas asesinas. Entiende que si alguien
quiere adelgazar debe, diariamente, terminar jadeando en un gimnasio... El
verano la espera, el verano le tiende una extensa alfombra que se llama
carretera, pero ella - que se sabe gorda - se encerrará en su cuarto y esperará
a un nuevo diciembre, a un nuevo diciembre que se burle de su figura (y de sus
batallas perdidas).
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