Demasiado rubia para morir así (II)
Carlos Margiotta
Me
desperté temprano, Angélica dormía arqueada como una gata al lado mío, besé su
hombro desnudo y me levanté de la cama, sabía que ella no se iba a despertar
antes de las 2 de la tarde. Me calenté un café y comí mis dos tostadas de pan
integral untadas con queso blanco, como me recomendó el médico. Me vestí con un
vaquero, un buzo negro y saqué el camperón verde de corderoy del placard, hacía
frío y los vidrios de la ventana estaban empañados.
Baje
dos pisos por la escalera, en el séptimo alquilo una oficina de un ambiente con
una chapa en la puerta que dice: “Juan Arévalo, investigaciones”. Una vez
sentado frente a la pc, junto al escritorio, miré mi correo, nada en especial
salvo el del comisario Barrientos que me informaba datos sobre el crimen, la
filiación de la víctima y una foto del documentote identidad: Luciana Cabeiro,
24 años, con domicilio en General Acha, provincia de La Pampa, estudiante de medicina,
sus datos coincidían con el pasaje de ómnibus a Necochea. También agregaba la
comunicación a los padres de su fallecimiento y la noticia de que venían a
Buenos Aires. El cuerpo estaba en la morgue para la autopsia, y los peritos
estaban en la casa tomando huellas, decía sucintamente el mensaje.
Decidí
volver al lugar del crimen para hacer mis propias averiguaciones, sabía que la
investigación policial dependía mucho de la actuación del fiscal de turno y yo
quería resolver el caso antes que la justicia. Barrientos necesitaba mi ayuda
para evitar su desplazamiento a un área administrativa de la Federal porque se
había enfrentado a un superior sospechado de corrupción. Además algo personal
había removido el caso en mis entrañas, quizá la posibilidad que le ocurriera
algo parecido a mi hija que se encontraba en Cuzco haciendo estudios de
antropología. No era justo que una mujer tan joven, tan rubia y tan hermosa
como la pequeña Luciana muriera así.
Cuando
llegué al lugar los peritos policiales estaban guardando las muestras tomadas
en el interior de la casa. Me acerqué al oficial que dirigía el operativo y me
presenté. Quería obtener un permiso para entrar. “¿Alguna novedad?”, pregunté.
“Nada importante”, contestó el responsable de mala gana. A la luz del día
podían verse detalles que la noche ocultaba, entre ellos los escombros debajo
del piletón junto a la escalera, como si hubieran hecho un arreglo de plomería,
también había caños de plástico en una extensión de gas hacia la habitación
para instalar una estufa. “Estuvieron haciendo unos arreglos”, dijo uno de los
peritos. La otra habitación contigua que daba al patio había sido clausurada
con ladrillos, en el baño goteaba agua la ducha intermitentemente y en la
mesada de la cocina encontré una caja vacía de alfajores La Grifa.
Saludé
a los agentes y salí caminado hacia Scalabrini Ortiz, buscando algún locutorio
que tuviera servicio de Internet porque supuse que la víctima sería usuaria de
Facebook. En el camino entré una ferretería para preguntar si sabían de algún
trabajo de plomería realizado en el barrio, me dijeron que no, y me dieron la
dirección de un Cyber que estaba abierto las 24 horas. Entré al local y le
mostré al encargado la foto de Luciana. “Si, viene todos los días a la
tardecita y se queda cerca de una hora”, dijo. No quise darle la noticia de su
muerte para no alertarlo sobre la posible investigación que se llevaría a cabo
en las máquinas buscando datos.
Sabía
que hasta el lunes no habría más novedades del caso, salvo algo de interés que
aportara la información de los padres. Camine hasta a esquina del ABC, ese
famoso café donde paraba Osvaldo Pugliese, lugar de encuentro de inmigrantes
árabes, judíos, armenios y griegos que poblaban el barrio. Ahora había una
tienda de ropa de mujer. Todo cambia y todo queda, pensé. Me metí en uno que
está en la esquina de Lerma, era temprano para llamar a Angélica y quería
pensar un poco sobre el caso, y mi destino.
Tantos
años de civilización para que el ser humano siga matando por las mismas razones:
amor, dinero y poder. Años de profesión en la frontera con la muerte, jugándome
la vida por un sueldo, sin negociar los valores que me dejara mi padre ni
rendirme a las tentaciones del submundo del delito.
El
televisor del local hacía mención al aniversario de la muerte de Evita y
recordé las palabras que Perón me dijo cuando yo era uno de sus custodios en el
´73 “Pibe, usted es muy sensible para este trabajo y así va a sufrir mucho en
la vida, cuando quiera le puedo conseguir otro más acorde a su personalidad”.
Ahora
comprendía que el General tenía razón, podría haber ayudado a la gente desde
otro lugar y no terminar mis días revolviendo odios y venganzas, pero había
hecho una promesa frente al cuerpo de mi madre y la cumplí. Era hora de
cambiar, pensé, de dejar esta profesión
manchada con sangre y buscar un lugar en la afueras de la gran ciudad para
tener un jardín y preparar el asado los fines de semana esperando a mis nietos.
Es el momento del reposo del guerrero había dicho mi hija tirándome las cartas
de Tarot. Y ahora tenía una muy buena razón para hacerlo, y mi relación con la
Tana (así me gustaba llamar a Angélica) era una buena razón.
Llamé
al negro Guzmán un compañero de aquellas épocas y que trabaja en la terminal de
ómnibus de Retiro y le pedí que me consiguiera los datos del pasaje que viajaba
el 17 de julio a las 23 horas a Necochea
y le pasé los detalles del mismo.
Mientras
hojeaba el diario sonó el celular. “Arevalo, donde estás… te fuiste y me
dejaste sola… así tratás a las mujeres… tengo miedo…vení pronto”, dijo
Angélica. “Voy para allá”, contesté. Salí del café y subí a un taxi, en el
interior había olor a cigarrillo y tuve ganas de volver a fumar, el deseo
vuelve cuando la angustia vuelve y el cadáver de Luciana volvía del ayer como tantas
otras muertes.
En
el recorrido repasé el caso y llegué a la siguiente conclusión, que la víctima
conocía al asesino, que se trataba de un crimen pasional y que cuando la pasión
interviene en un crimen es porque hay 3 personas, y cuando hay 3 hay celos, y
los celos se confunden con el amor. No tenía ninguna prueba de ello pero
confiaba en mi olfato.
Cuando
cruzamos Pueyrredón la imagen de la Tana
fue creciendo en mi interior, ella me esperaba y yo iba hacia ella como
a una fuente de agua pura para consolar las heridas del corazón. Tengo miedo
había dicho ella… yo también pensé.
Continuará
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