Sombras María A.
Escobar
Camila
cumpliría diez años el próximo mes. Sabía perfectamente que no habría una
fiesta como la que sí tenían sus compañeras de grado. Su madre detestaba
cocinar, odiaba el bochinche, salvo cuando ella y su padre peleaban a los
gritos. Entonces el festejo se reduciría a ir a comer algo afuera y que los
platos los lavara otro.
La
niña era delgada, morena, de grandes ojos oscuros que tenían un eterno velo de
tristeza. Los padres, inmersos en sus problemas no le prestaban demasiada
atención y ella se acostumbró a no demandarles nada por no correr el riesgo de
recibir una segura negativa.
Ahora,
al pasar por el baño vio que su madre estaba maquillándose frente al espejo.
Los dos saldrían esa noche, a pesar de que ella, algunas veces, había confesado
su miedo a quedarse sola. Seguramente su padre le diría, como tantas otras
veces, “No seas tonta, nosotros cerraremos bien la casa, no hay de qué temer”.
¿Pero
y los fantasmas que acechan en los
rincones cuando ustedes no están?, se preguntaba
a sí misma. Igual ellos no renunciarían a su salida.
Era
una forma de reconciliación después de cada pelea. Buscó a Nerón, el gato y lo
tuvo en sus brazos pero éste no se encontraba muy a gusto y se debatía, ella lo
apretó bien fuerte, entonces lo soltó. Esa noche sería su única compañía.
Llegó
su padre y se cambió la camisa luego de echarse una nube de desodorante. “¿No
te bañás?” Preguntó su mujer. “Cuando regresemos” contestó él echándole una
fugaz mirada al espejo.
Cuando
partieron Camila se enroscó en el sillón, frente al televisor, trataría de
distraerse con una película. Eligió mal, la película que comenzó a ver resultó
ser de terror pero la miró hasta el final, temblando. Cuando terminó encendió
todas las luces de la casa para ahuyentar las sombras. Aún le temblaban las
manos cuando buscó la lata de galletitas, y se preparó una chocolatada. Donde
estaba Nerón?
El
gato se había sentado frente a la puerta de entrada y miraba con fijeza. Qué
veía. Por el resquicio de luz que entraba abajo por la puerta, había una sombra
que se alargaba hacia adentro. Camila nunca había sido valiente. Y no lo era.
Eso decía su padre. Sin embargo, a veces, el miedo suele ser un gran motor para
que alguien haga lo que debe hacer. Entonces ella tomó la cuchilla más grande
que encontró en la cocina y, sin titubear hizo girar la llave y abrió la
puerta. En el umbral un pequeño cachorro negro temblaba de frío.
Camila
lo levantó en sus brazos y, acariciándole con dulzura la cabeza, le susurró
despacio “¿A vos también te dejaron solo?”.
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