FANTASMAS
Marta Becker
Apareció
un día, tomó posesión de un rincón en la
plaza del barrio, y no hubo quién lo
desalojara. Triste hogar de un despojo que deposita en ese espacio sin dueño
sus miserias y misterios todas las noches
La
mañana muy fría lo encuentra acurrucado debajo de un árbol amarillento. Como
ocurre a diario, el guardián se acerca y
lo sacude.
El
montón de ropa se mueve y asoma un
rostro sucio, barba de quién sabe cuánto tiempo, los párpados caídos y un par
de ojos sin brillo que fijan la mirada a lo lejos, mientras ignoran a quien
tienen delante.
El
hombre se levanta. Del gorro de lana sobresalen unos cabellos largos,
desgreñados, mechados de muchas canas. Lleva puesto un abrigo raído que le
cubre hasta las rodillas, un pantalón que una vez fue negro y unas zapatillas
viejas, sin cordones, de color indefinido. Una bufanda nueva le rodea el
cuello; es la única prenda más o menos
decente y la luce orgulloso.
Se
yergue en toda su altura y totalmente despierto enfrenta con altivez al
guardián. Enseguida, suaviza los surcos del rostro con una leve sonrisa y lo
saluda. La figura del hombre que cuida la plaza, de traje azul impecable con
botones plateados, hace más evidente la decadencia de ese otro, de edad
indefinida y silencio permanente.
Al
minuto, el cuerpo se encorva y con andar lento, los hombros vencidos y las
manos hundidas en los bolsillos del abrigo, inicia el camino conocido que lo
lleva a la iglesia, donde le servirán un desayuno. Hace ya mucho tiempo que
nadie le pregunta el por qué, cuándo, cómo o dónde de su historia.
Él
no da respuestas.
Se
sienta a desayunar y sabe que hoy es otro día y ellos tampoco vendrán.
Mientras
revuelve con la cucharita una leche aguada revive la escena y ve su imagen que
conduce la camioneta por la ruta, el camión que viene de frente, y los cuerpos
de su esposa y dos hijos tendidos muertos en el camino.
Todos
los días espera en la plaza los
fantasmas de su familia para pedirles perdón.
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