Las ganas Pía Barros
Yo
no sé de dónde me vienen estas ganas, pero cuando aparecen no hay nada, pero nada
y no queda otra que satisfacerlas, quebrarles el punto, no sé-. La cosa es que
a Dávalos le dio sed y se fue por cervezas al kiosco de don Mario, la Julia se
había echado sobre el pasto a dormir la siesta, porque toda la mañana en clases
con ese gusto agrio a resaca en la boca la tenía destruida, pero con una
pestañadita todo se pasa, dijo, y yo que empecé a moverme sobre la banca pero
las ganas me rompían por dentro así es que dije Ya vuelvo, al rato vuelvo,
grité caminando hacia la salida de la U, con esas ganas acuciándome,
exigiéndome y yo sabía que cuando se instalaban no me podía echar atrás, ni con
duchas heladas, ni con conversaciones sobre la obra de Mallarme, ni con el
último escrito de Pablo Freire y la educación perfecta, porque desde que tenía
catorce que no podía desoírlas. Por eso me fui caminando, agradeciendo a los
dioses porque ya empezaba a opacar el día y los transeúntes llenaban veredas
antes vacías por el calor de marzo.
Lo
vi desde lejos y supe que era el elegido con el que me sacaría las ganas. Le
miraba el cuerpo a las colegialas por sobre el jumper azul y les susurraba
obscenidades al pasar. Era perfecto.
Me
acerqué a él y le di la oportunidad de apreciar lo contundente de mis pechos
antes de decirle que tenía unas ganas incontrolables pero que él era la
respuesta. Yo no miento, así es que se lo dije así, de sopetón, lo de mis ganas,
claro. Se anduvo como desarmando un poco, pero creo que vio en mi la lotería,
el numerito premiado completo cuando le dije que nos fuéramos por ahí, en esa
plaza, detrás de aquel árbol donde nadie nos viera, porque mis ganas apremiaban
y no era cosa de hacerlas esperar. El tipo no caminaba, corría que casi le
topaban los talones con la nuca hacia el sitio oscurecido por el follaje del
árbol y los arbustos que dejaban un espacio apropiado donde cabríamos los dos.
Estiró las manos temblorosas hacia mis nalgas y yo abrí la mochila, Mis ganas
primero, dije, después saqué el bisturí y le cercené el cuello de un golpe
limpio varias veces ejecutado. Los ojos se le abrieron silenciosos. Cuando
caía, con el dedo índice obtuve algo de sangre que me llevé a la boca. Mis
ganas se aplacaron.
Después,
corrí donde Dávalos y la Julia porque había que entrar al seminario y “La
flores del mal”, con sus largos versos, nos esperaban.
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