viernes, 17 de julio de 2015

Marta Becker



ALGO EN COMUN Marta Becker
Don Rogelio Vigil estaba casado con Ángela, mujer de carácter dulce, abnegada, fiel y bastante aburrida. 
La vida del matrimonio transcurría por los canales normales de la monotonía, pero ella no se quejaba, era conformista y sin mayores preocupaciones o altibajos era feliz.
Pero don Rogelio tenía una premisa, propia de los hombres de su época, que establecía que con la esposa ciertas cosas no se hacen. Así, buscó fuera de casa lo que no usaba en ella y se enroscó con Lelé –nombre profesional de María Cuevas- que vivía al otro lado del río que dividía al pueblo. Un pueblo chico, demasiado para guardar secretos, y la relación del señor Vigil era por todos conocida. Lelé hacía realidad con honores todas las fantasías que ocupaban la cabeza y el cuerpo del hombre.
Todos tenían una gran curiosidad por cómo don Rogelio ordenaba su vida y lograba coordinar obligaciones y placer entre las dos mujeres. Como buen marido, sábados y domingos los pasaba con su familia, se lo veía con Ángela tomados del bracete, sacaba a sus hijos a pasear, en fin, cumplía su rol de esposo a la perfección. Visitaba a Lelé tres veces durante la semana, de donde volvía con una sonrisa distendida y listo para seguir adelante.
A ninguna de las dos les faltaba nada, teniendo en cuenta que el negocio del señor Vigil era próspero y con capacidad para mantener ambas casas.
La señora Ángela sabía de la infidelidad de su marido pero era más fácil dejar así las cosas que pelear, ya que se consideraba la mujer oficial, con todos los derechos adquiridos frente a la ley y eso le daba privilegios que la otra no tendría nunca.
Fue pasando el tiempo y don Rogelio no modificaba su conducta. Llegó un momento en que su esposa se preguntó qué tendría la otra que ella no tenía, tomó coraje y decidió visitarla. Sorprendida, Lelé la recibió con cortesía y cierta distancia, hasta que después de un par de horas y muchos mates y confidencias se hicieron amigas. Tenían algo en común y consideraron que era mejor compartirlo y no disputarlo.
Era comentario obligado en las reuniones, en las tiendas y en el bar la relación que se había armado entre las dos mujeres. Ambas se veían en las tardes que Lelé tenía libres del hombre y hasta salieron alguna vez de compras juntas. El señor Vigil se enteró de la situación y decidió blanquear todo. Se reunió con Ángela y Lelé y todos llegaron a la conclusión que tal como estaban las cosas era una forma armoniosa de vivir y no valía la pena modificarla, los tres estaban contentos y así siguieron adelante.
Don Rogelio se sentía en el paraíso. Era atendido por las dos mujeres en todos los ámbitos de sus inquietudes y ningún caso hacía de los comentarios maliciosos que corrían por el pueblo. Sabía que muchos lo envidiaban y se enorgullecía de ser muy hombre porque otros no eran capaces de igualar su doble vida. Además, habían resuelto el problema con altura - bien maduros los tres- decía.
Transcurrió un largo tiempo cuando la madre Naturaleza le jugó una mala pasada. Don Rogelio Vigil sufrió un ataque de alta presión que lo dejó semi paralítico, postrado en una silla de ruedas y sin habla.
Las dos mujeres, antes contrincantes y ahora amigas entrañables, se reunieron para tomar una decisión. El tema no era poca cosa, había que hacerse cargo del hombre en estas circunstancias difíciles.
Luego de mucho conversar y considerar diferentes posibilidades –que vos, que yo, que tu casa, que la mía-,  Ángela y Lelé no querían modificar su organizada vida e interrumpir su amistad, y llegaron a un acuerdo que las beneficiaba a ambas.
Don Rogelio Vigil fue instalado en una casa de huéspedes al cuidado de una enfermera especializada.

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