sábado, 18 de abril de 2015

Pilar Romano



El otro regreso 
 Pilar Romano

 Es la hora de los pájaros en busca de refugio, de los colores yéndose despacio, tal vez a descansar con el sol. Debí buscar otro horario para regresar, no éste en el que todo parece irse. Y yo vuelvo, ni siquiera sé bien porqué vuelvo, pero quiero llegar. Y llegar prolija, íntegra, aunque sea para ver la vejez de los míos - o de los que alguna vez fueron los míos- para conocer a los hijos de mis hermanas, que seguramente son ahora el motivo de vivir para mi madre y mi abuela.
Voy acercándome después de más de diez años y me alcanza el olor de la vieja casa, que se mete en el hueco que se me ha formado en el estómago. Y tengo la impresión de que me muevo en reversa. El hombre que pasea por la vereda quizá me vio alguna vez, pero no me reconoce y yo tampoco lo recuerdo. No tengo una hoja de papel con cosas escritas por mamá para comprar en el almacén de Don Tito, ¿para qué entrar? el lugar, siempre la misma esquina, tan sólo me sirve para que recuerde que estoy próxima a llegar. Quizá aquí no hayan pasado tantos años como los que yo viví; pero a ningún calendario se le da por dormir.
-¡Ay, muerte, ya es hora de que me lleves! solía decir la abuela; a Dios, un dios que quizá sólo ella conocía, le hablaba bajito, pero a la muerte le alzaba la voz. Sin embargo, sigue aún viva, de seguro con las rodillas callosas de tanto hincarse a rezar. Poco a poco van saliendo de la desmemoria su figura encogida y las palabras que parecían brotarle de cualquier parte. ¿Por qué reza tanto, abuela? le preguntaba a veces. –Porque los rezos son como alimento para mí, contestaba. Tal vez sea esa dieta de invocaciones y plegarias lo que la sustenta por tanto tiempo, me digo.
Pero no es a ella a quien veo primero al llegar a la casa. Veo a mamá, sentada en un sillón hamaca, en la galería que bordea el frente. Llama a los otros; de los que nombra, tan sólo sé quiénes son Ofelia y Ana María, así se llaman mis hermanas ¿y Marta? pero no tengo idea de los dueños de los otros nombres que incluye el llamado. La abrazo, le beso la cabeza y las mejillas y noto que huele distinto, como si ya no oliera a mamá.
Me llega también el zumbar de los mosquitos.
Entro. Está la mesa tendida para la cena y reconozco las flores bordadas en el mantel. Han sacado el mantel de las flores bordadas. Tengo la sensación de que toda la casa cruje como pan tostado. Doy un beso breve al retrato de papá que sigue en la cómoda, tal vez más descolorido, mirando hacia la cocina; aún en la fotografía persiste su ansiedad por la hora de comer. Llegan mis dos hermanas, secándose las manos con el delantal. Nos abrazamos, qué suerte que volviste, qué bien están ustedes dos, estarás muy cansada, no tanto, dame la valija, quiero conocer a mis sobrinos -¿porqué no pregunto por Marta?- la abuela está bien, en el patio de atrás.
Me parece una nube vaporosa el pelo blanco que enmarca su cara huesuda; tiene el libro de rezos entre las manos, gastado, flecudo; mido la inutilidad de los anteojos pegados con cinta adhesiva que están en su regazo, no creo que pueda ya leer. Me mira sonríe, mostrando sin coquetería su boca desdentada, siempre entre el silencio y la palabra. Es la que ha estado esperándome con más ansiedad, la que vive mi regreso con más alegría, pienso. Y esto me hace sentir bien, porque su sabiduría siempre me provocó admiración, porque creo que es, en la casa, la que tiene la verdad ajada entre las manos. Con el abrazo que nos damos siento que he sido al fin aceptada en esa atmósfera cuyo dominio había perdido. La abuela sabe lo que significa mi regreso, estoy segura. Habrá rogado para que ocurra y empezará ahora a rezar dando gracias porque estoy otra vez aquí. No sé porqué la miro y me parece que el sillón y la abuela se desdibujan, como si retrocedieran.
-No hables de Marta delante de mamá o la abuela, me dice Ana María en voz muy baja.
Y en la cena me cuentan chismes que no me importan y les cuento verdades y mentiras de mi vida en la ciudad. Pero ahora estás aquí con tu familia, sin la familia pocas cosas importan, ojalá te quedes un buen tiempo, estás un poco más gordita y te queda bien, ¿querés otra porción? Pero casi no escucho; trato de oír –o de no oír- lo que dice la mirada de mamá. Su dolor, su desolación, sus reproches fueron siempre mudos. Tengo la sensación de que ha estado sufriendo desde su nacimiento, pero sus dolores son como el horizonte, que uno sabe que está, pero que solamente en días muy claros deja adivinar alguna forma remota. En este instante sé, sin embargo, que nos habla a la Marta ausente y a mí. ¡Cuánta ingratitud! creo que dice, ¡cuánta ingratitud! Y me pregunto si quienes no saben decir su dolor en voz alta saben perdonar.
Para alejarme de los ojos de mamá me concentro en mis recién estrenados sobrinos, tres varoncitos y dos nenas. Es el momento de las presentaciones, Kevin se llama el menor, hijo de Ofelia. “Kevin Toledo”…me suena casi dramático pero efectivo, ya que me resbalan los nombres de los otros.
Ana María y Ofelia están cada vez más parecidas a mamá, pienso. Y evito mirar mi imagen en el espejo del aparador porque temo tener que incluirme en la comparación. Pero no es la apariencia física la que motiva mi reflexión, es su manera de enfrentar la vida. Sé que tienen cientos de reclamos que jamás dirán, sé que nunca tuvieron otros novios que no fueran sus maridos, que han dejado tan atrás su soltería que ahora creen que nunca existió, las veo como a seres siempre grises que se fueron aplastando contra el piso por la fuerza de la palabra que más sonaba en la casa: “no”.
Marta fue totalmente distinta y yo estuve siempre en el medio. Por eso soy la favorita de la abuela, sé que lo soy y esta sensación de preferencia me fortalece especialmente en este momento de mi regreso. Del otro lado están el callado reproche de mamá y la mentira del modo en que les importo a mis hermanas.
Marta, en cambio, maldecía la vida cuando le negaba algo, reía a carcajadas cuando estaba alegre, iba a los bailes sin pedir permiso y si tenía ganas bailaba sola en la galería, a la vista de los vecinos. Chico Novarro era su favorito. Y hasta aprendió a nadar con una malla de dos piezas. Sé que todo esto perturbaba a la abuela, estaba fuera de lo que ella hubiera hecho en su tiempo. Era desaprobación y no ternura lo que le provocaba Marta. Yo sí admiraba a mi hermana díscola y hasta pretendí ser audaz como ella.
Todavía nos parecía escuchar el sonido de los terrones sobre el ataúd de papá cuando descubrimos que Marta planeaba dejar la casa. No lo negó. Se despidió con un breve abrazo de cada una de nosotras y se fue, sin comunicar su destino. Creo que mamá se sintió castigada por dentro por un latigazo más fuerte que su voluntad de aceptación. Cada una de nosotras imaginó una razón distinta para el abandono de Marta y no podemos saber si alguna acertó. Pero la vida siempre insiste y el naranjo del patio de atrás volvió a florecer.
Me parece que este momento se transforma en una sucesión de escenas que pasan sin sonido ni color y la imagen del retrato de papá se vuelve diminuta.
El toque de realidad viene de la puerta de calle que se abre; me suena casi escandalosa. Es el marido de una de mis hermanas, presumo; sin razón aparente se me ocurre que es el de Ana María. Y es el marido de Ana María, empleado de la oficina de correos, empeñado en hacer horas extras, me dicen, para intentar llegar con algunos pesos a fin de mes. Mi señora -¿mi señora?- me habla siempre de usted, imagino que bien, a veces bien a veces más o menos, sus razones tendrá, me alegra que mi hermana tenga un marido trabajador, paso al baño y enseguida vengo a la mesa…
En este punto me alegra el haberme ido -¿por qué tanta ingratitud? vuelvo a leer en los ojos de mamá- si bien mi intención no había sido dejar la casa y a sus cuatro mujeres, sino encontrarme en el pueblo vecino con el cantante que contrataron los Ojeda para animar la fiesta de sus bodas de plata, aunque yo tuve la sensación de que había venido a cantar para que me enamorara de él. Me voy con la hija de los Ojeda a la casa de una prima en La Cañada y vuelvo el lunes… El suegro del cantor también fue a La Cañada, no sé desde donde, y yo no volví a mi pueblo aquel lunes porque tenía que olvidar el desorientado charco dibujado por la sangre que brotó del cuerpo tendido junto a la cama. Nunca supe si el cantor murió, pero huí. La distancia es un aliado del olvido, pensé entonces. Nunca supe si las cuatro mujeres y el resto del pueblo supieron exactamente lo que ocurrió; en La Cañada no me conocían y la hija de los Ojeda no estuvo allí. Hubo cartas, parecía que aceptaban mis excusas y jamás preguntaron nada.
Sí, en este momento y por primera vez me alegra el haberme ido porque no me imagino viviendo días peligrosamente marchitos junto a una especie de maniquí que pega sellos de correo y me llama falsamente “mi señora”.
No tengo necesidad de adivinar, el que llega ahora es el marido de Ofelia, más bien obeso y tosco; tiene una verdulería a pocas cuadras de la casa, dijeron; me estrecha la mano, la estábamos esperando, había sido joven usted y más linda que sus hermanas, gracias, ¿no se enojan ustedes dos? siempre la nombran por aquí, espero se quede unos cuantos días… casi no lo escucho porque me he quedado mirando las uñas con los bordes verdinegros y una semilla de zapallo atascada en el chaleco de lana. Otra vez, menos mal que me fui.
Necesito mirar a la abuela, la veo con esa palidez casi luminosa que les llega a algunos ancianos. Parece concentrada en sus voces interiores, mientras sus manos temblorosas y nervudas tratan de cortar un trozo de carne. Ella también me mira y creo que sus pupilas opacas me dicen que ahora está tranquila.
Por la ventana vemos que comienzan a caer algunas gotas. Es lluvia de bendición, dice una de mis hermanas, pero debemos irnos antes de que se venga un aguacero fuerte. Hay un alboroto de sillas, platos, empujones de los chicos. Apaguen el aparato de la música, mañana nos vemos mamá, chau abuela, pónganse los abrigos, chau tía, chau Kevin.
Quedo sola frente a la sentencia de los ojos de mamá y mientras la ayudo a ordenar algunas cosas tengo deseos de contarle porqué no volví aquel lunes. Pero es de noche y llueve, todo parecerá más tremendo e incomprensible.
…tu habitación está lista, es la de siempre, después de la pieza de la abuela, estarás cansada, mejor vamos a dormir. Y no hablemos de Marta, me parece que dice su silencio.
El cuarto de mamá es el primero del pasillo; sigo sola y para que el hueco en mi estómago se llene de paz, me detengo junto a la puerta entreabierta a escuchar los rezos de la abuela. Pero enseguida decido seguir hacia la habitación en la que dormiré, sería una irrespetuosa invasión a la intimidad de la abuela, me miento. Porque no soportaré comprobar que ella reza, seguramente, por otro regreso.

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