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Marta Becker
Tan solo como ella
Marta Becker
Corro
para alcanzar el último subte de Leandro N. Alem a Avda.de los Incas. Estoy en
la estación Florida y tranquilizo mi respiración porque todavía no ha llegado
la formación. Mi oído, agudizado por miles de viajes, lo oye venir en el
silencio de la estación, donde esperan unos pocos. Es la hora más dramática de
los viajes, la peligrosa, la cansina, la de los últimos…
El subte.
El reino de las miserias humanas, lo llamo. A esta hora no hay vendedores de
todo -linternas, pañuelos de papel, cd para MP3, libritos, lapiceras-; los
ciegos con acordeón y latitas que suenan con unas pocas monedas se fueron a
dormir -sueño nocturno que compite con la oscuridad del día-; nenas que
reparten estampitas ante la mirada libidinosa de algunos enfermos -y que por
supuesto no deberían estar ahí, tendrían que vivir la inocencia de la niñez en
otros ámbitos menos peligrosos-; no hay músicos -el que toca el saxo me trae
dolorosos recuerdos y por suerte hace bastante que no coincidimos-… sólo se
escucha el traqueteo de los viejos vagones sobre las vías que chillan cansadas.
Vagones
sucios, llenos de propagandas, algunos pintados en una manifestación artística
-los graffitis- que suena moderna pero que resulta sumamente incómoda, ya que
impide en algunos casos ver las estaciones.
Observo a
los pocos pasajeros, los rezagados de la jornada. Un muchacho dormido, casi
desparramado en el asiento; una rubia desteñida con cara de cansada, que abraza
la cartera con ambas manos; una joven con carpetas -seguro vuelve de estudiar-
que habla por el celular y no da muestras de alegría, adivino o creo adivinar
que se pelea con su interlocutor; un hombre mayor, bien vestido, que la observa
con curiosidad; otro muchacho que lee el diario gratuito que se reparte a la
mañana y que encontró olvidado en el asiento; finalmente, una muchacha bastante
linda, con ojos hinchados señal de haber llorado, acurrucada en un rincón,
cruzada de brazos como protegiéndose de todos y de nadie.
Se vuelve
objeto de mi curiosidad. Quisiera preguntarle qué le pasa, qué es de su vida,
por qué lloró, quién le hizo daño… me intereso por ella, la noto tan indefensa…
tal vez sea la hora, la luz, el cansancio, no sé… pero todo se me confunde y me
gustaría abrazarla, decirle que hay alguien que la puede ayudar, alguien que la
quiere bien, alguien que estaría a su lado con gusto… alguien que está tan solo
como ella…
En la
estación Carlos Gardel suben cuatro muchachos que hacen barullo -es la fuerza y
alegría de la juventud-, hablan a los gritos y con poca educación en su
vocabulario, trato de abstraerme de ellos. Fijo nuevamente la mirada en la
muchacha, que ahora cierra los ojos para alejarse de los jóvenes, aunque ella
es también muy joven, pero a mi me da la sensación de que es una joven vieja,
con un bagaje de vida que le pesa y no sabe cómo quitárselo de encima.
Tal vez
sean todas suposiciones mías, la hora permite divagaciones que en otro momento
no podría tener, pero dentro de mi cabeza ronda la certidumbre de su malestar
con una convicción tal que se transforma en real.
Y tanto
lo creo como cierto que cuando bajamos, en la estación De los Incas, tomo
coraje y la sigo. Después de una cuadra me acerco y, con voz suave para no
asustarla, le pregunto si puedo caminar a su lado. Con sorpresa, me responde
que si.
Terminamos
tomando un café, luego una cerveza, luego unas caricias… luego juntamos las dos
soledades… hay momentos en que esa
soledad es tan grande que uno no mide las actitudes pero las justifica.
Quizás
mañana coincidamos otra vez, quizás no la encuentre más, quizás… la duda queda
en el aire pero lo vivido, aunque fugaz y rápido como el viaje en subte, queda dentro mío.
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