sábado, 18 de abril de 2015

Marta Becker



Tan solo como ella  
Marta Becker

Corro para alcanzar el último subte de Leandro N. Alem a Avda.de los Incas. Estoy en la estación Florida y tranquilizo mi respiración porque todavía no ha llegado la formación. Mi oído, agudizado por miles de viajes, lo oye venir en el silencio de la estación, donde esperan unos pocos. Es la hora más dramática de los viajes, la peligrosa, la cansina, la de los últimos…

El subte. El reino de las miserias humanas, lo llamo. A esta hora no hay vendedores de todo -linternas, pañuelos de papel, cd para MP3, libritos, lapiceras-; los ciegos con acordeón y latitas que suenan con unas pocas monedas se fueron a dormir -sueño nocturno que compite con la oscuridad del día-; nenas que reparten estampitas ante la mirada libidinosa de algunos enfermos -y que por supuesto no deberían estar ahí, tendrían que vivir la inocencia de la niñez en otros ámbitos menos peligrosos-; no hay músicos -el que toca el saxo me trae dolorosos recuerdos y por suerte hace bastante que no coincidimos-… sólo se escucha el traqueteo de los viejos vagones sobre las vías que chillan cansadas.

Vagones sucios, llenos de propagandas, algunos pintados en una manifestación artística -los graffitis- que suena moderna pero que resulta sumamente incómoda, ya que impide en algunos casos ver las estaciones.

Observo a los pocos pasajeros, los rezagados de la jornada. Un muchacho dormido, casi desparramado en el asiento; una rubia desteñida con cara de cansada, que abraza la cartera con ambas manos; una joven con carpetas -seguro vuelve de estudiar- que habla por el celular y no da muestras de alegría, adivino o creo adivinar que se pelea con su interlocutor; un hombre mayor, bien vestido, que la observa con curiosidad; otro muchacho que lee el diario gratuito que se reparte a la mañana y que encontró olvidado en el asiento; finalmente, una muchacha bastante linda, con ojos hinchados señal de haber llorado, acurrucada en un rincón, cruzada de brazos como protegiéndose de todos y de nadie.

Se vuelve objeto de mi curiosidad. Quisiera preguntarle qué le pasa, qué es de su vida, por qué lloró, quién le hizo daño… me intereso por ella, la noto tan indefensa… tal vez sea la hora, la luz, el cansancio, no sé… pero todo se me confunde y me gustaría abrazarla, decirle que hay alguien que la puede ayudar, alguien que la quiere bien, alguien que estaría a su lado con gusto… alguien que está tan solo como ella…

En la estación Carlos Gardel suben cuatro muchachos que hacen barullo -es la fuerza y alegría de la juventud-, hablan a los gritos y con poca educación en su vocabulario, trato de abstraerme de ellos. Fijo nuevamente la mirada en la muchacha, que ahora cierra los ojos para alejarse de los jóvenes, aunque ella es también muy joven, pero a mi me da la sensación de que es una joven vieja, con un bagaje de vida que le pesa y no sabe cómo quitárselo de encima.

Tal vez sean todas suposiciones mías, la hora permite divagaciones que en otro momento no podría tener, pero dentro de mi cabeza ronda la certidumbre de su malestar con una convicción tal que se transforma en real.

Y tanto lo creo como cierto que cuando bajamos, en la estación De los Incas, tomo coraje y la sigo. Después de una cuadra me acerco y, con voz suave para no asustarla, le pregunto si puedo caminar a su lado. Con sorpresa, me responde que si.

Terminamos tomando un café, luego una cerveza, luego unas caricias… luego juntamos las dos soledades…  hay momentos en que esa soledad es tan grande que uno no mide las actitudes pero las justifica.

Quizás mañana coincidamos otra vez, quizás no la encuentre más, quizás… la duda queda en el aire pero lo vivido, aunque fugaz y rápido como el viaje en subte,  queda dentro mío.

 

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