jueves, 4 de noviembre de 2010

MARTÍN GARAY


EL HOMBRE EN EL ANDAMIO
 
La ciudad es calma vista con altura, como una lejanía hacia arriba donde el silencio lo calla, donde está sólo y acaso existe un hombre que sale de él y sube aún más volando sin ningún andamio. Hay un balde blanco decidido a moverse con sus manos y un balde amarillo cuya función real es la de ser amarillo. Mientras vuela hace el trabajo de mirar el horizonte borroso, como si fuese un marino y la ciudad un mar uniforme. El ruido yace abajo y en la altura una compañía en lo alto vive del cielo y se desnuda en silencio mientras el sol es amarillo como el balde quieto, que yace a su lado. Se imagina a solas con la ciudad sin andamios, se siente vacío y en silencio, andando por el viento y las nubes. Obrando sobre el tablado tendido en el espacio incoloro de la urbe, solo escucha el ruido opaco del balde que es su propio ruido.
Ella no tiene por qué subir hasta a lo alto, más sin embargo prefiere ver el avance de la obra y constatar junto al plano la verdad de los hechos. Lo extiende y reconcentra el trazo preciso de una recta cuyo reflejo húmedo traza una senda en sus ojos, cuencas claras de un rostro más infantil aún con su casco amarillo. Una sonrisa tenue entiende entonces el final de una línea, como el fin de una octava disuelta en el aire compuesta tal vez para sí en ese instante. Rostro recién recibido con seriedad de quién aún no ha sido serio. Mirada de aroma a niña.
Con súbita prudencia la encuentra en la cumbre del edificio. Salga al sol la tensión trazada, él le advierte el andamio como un camino seguro hacia la nada. Apenas pasado el mediodía los despertó una campana cerca, como a una cuadra.
Supo él de los días sucesivos de ella llegándole hasta el mentón, no impidió cerrar los ojos cuando en su pecho la sintió temblar. No la evitó cuando le perdió el miedo, hombre alto con algo de blanco en el pelo; endurecido, trémulo taxativo, la hirió sin saberlo cuando intentó apartarla.
Faltó un día. Llegó a darle no obstante mediodías de campanas vírgenes, desamparos fieles al acecho del sosiego inevitable creado por ambos; sin ruido opaco de baldes blancos o amarillos, sin cascos protectores. Fatales gemidos y una especie de lágrimas mudas, improvisando una danza. Salieron a bailar neciamente sobre el andamio, tan solo girar con cuidado porque la altura es hecha de belleza.
Llegó a verse encerrada entonces entre muros de aire fértil, elevados en el angosto piso de una línea recta de maderas de viento, de sol de mediodía. Vez en la cuál él la sintió débil y virgen e incapaz de salírsele del pecho. Abusada entre vallas que queman creyó una trampa imprecisa. Muchas visitas de danzas solas por encima del mudo ruido de la urbe.
Bailó con él la melodía imaginada del andamio, obró con lágrimas de sangre transparente. Soñó ella y lo sintió adormecido a tal modo de ser él quién la sueña importunada. Lo llevó hasta el extremo de la tabla, allí hasta donde termina el hombre. Cuando posó ambas manos sobre el pecho, él las sintió. Se aceptaron de algún modo y no fue más el hombre fuerte a lo alto, se sintió vacío como el balde amarillo, se dejó caer a los retiros del aire pero ella atravesó el andamio, recogió su plano y no volvió más.


No hay comentarios: