EL PERFIL DE NATALIA (Natasha) IVANOVNA
.........La paz y después, dichosamente, en seguida, nada. Ahí estaré. El tiempo no tocará mi pelo, no inventará arrugas, no me inflará las mejillas. Ahí estaré esperando una cita imposible, un encuentro que no se cumplirá.
..........................Juan Carlos Onetti
I. Presente
.........La paz y después, dichosamente, en seguida, nada. Ahí estaré. El tiempo no tocará mi pelo, no inventará arrugas, no me inflará las mejillas. Ahí estaré esperando una cita imposible, un encuentro que no se cumplirá.
..........................Juan Carlos Onetti
I. Presente
Tomaba el café en el bar del centro comercial de la pequeña ciudad serrana. Distraído, con la mente vacía. Nada especial. El frío y las ráfagas de viento helado acentuaban su sensación de soledad. Atravesaba la época del aburrimiento; no miraba películas, la tv lo enfadaba, repasaba los diarios sin leerlos, los libros se apilaban impregnándose de un polvo opaco, las nietas le resultaban indiferentes, no quería recibir gente ni verse con nadie, no deseaba inmiscuirse en los problemas de los demás. Incluidos los hijos... Es un período que acecha, que llega a paso tardo y desempolva la abulia guardada en un rincón oculto; como el reverso de la euforia. No se trataba de depresión - maníaca o simple - sino de un decaimiento anímico que archiva las inquietudes y atrofia el interés por las cosas que son parte de la vida. Es como la angustia que atormentaba a Remo Erdosain, pensó agobiado.
Así se sentía aquella mañana, ausente, ajeno. En ese estado de ánimo nada atractivo, una mujer atravesó su campo de visión - ella sí agradable y atractiva -. Era delgada, vestía un abrigo de cuero y una boina negra ladeada, ojos verdes, cara eslava de pómulos angulosos: una imagen que llegaba del pasado. La memoria abrió sus portales y el nombre estalló como una raqueta... ¡Natalia Ivanovna! Se acordó: y se injurió. Emergió del tedio, pagó apurado e intentó alcanzarla.
Llegó al estacionamiento cuando el Polo rojo y el perfil de Natalia, recostado sobre el respaldo, partían dejándole una estela de evocaciones. Maldijo la lentitud de su reacción, el apoltronamiento, la desaceleración de sus pensamientos. Ofuscado, regresó a su casa.
Esa tarde no cesó de reconstruir la relación que tuvo con Natalia. Hizo una especie de viaje interior, resumió trozos de su vida y llegó a una conclusión: la mujer que había visto pasar encajaba con la imagen troquelada de Natalia. Era ella. No podía ser otra. Aunque sabía que se engañaba... Que sí podía ser otra; que debía ser otra. Se sentó en la cama. Envuelto en sudor, no podía discernir si estaba dentro de una pesadilla o había vuelto a la realidad. Después de todo, acaso, venía a ser lo mismo. Entonces, resignado, consideró que se estaba volviendo loco.
Vivía en esa ciudad serrana, cuya mitad de la población es de origen ruso. Paseaban por las calles mujeres delgadas y bellas de mejillas angulosas, caras y narices eslavas, vestimentas elegantes y zapatos de tacos finos y altos. No había prestado atención - no la suficiente - a ese simple detalle. Sin embargo, no deseaba escamotear su ilusión, espejismo o lo que fuere. Era, quizás, un rescate tardío de la sombría vida de Natalia.
Así se sentía aquella mañana, ausente, ajeno. En ese estado de ánimo nada atractivo, una mujer atravesó su campo de visión - ella sí agradable y atractiva -. Era delgada, vestía un abrigo de cuero y una boina negra ladeada, ojos verdes, cara eslava de pómulos angulosos: una imagen que llegaba del pasado. La memoria abrió sus portales y el nombre estalló como una raqueta... ¡Natalia Ivanovna! Se acordó: y se injurió. Emergió del tedio, pagó apurado e intentó alcanzarla.
Llegó al estacionamiento cuando el Polo rojo y el perfil de Natalia, recostado sobre el respaldo, partían dejándole una estela de evocaciones. Maldijo la lentitud de su reacción, el apoltronamiento, la desaceleración de sus pensamientos. Ofuscado, regresó a su casa.
Esa tarde no cesó de reconstruir la relación que tuvo con Natalia. Hizo una especie de viaje interior, resumió trozos de su vida y llegó a una conclusión: la mujer que había visto pasar encajaba con la imagen troquelada de Natalia. Era ella. No podía ser otra. Aunque sabía que se engañaba... Que sí podía ser otra; que debía ser otra. Se sentó en la cama. Envuelto en sudor, no podía discernir si estaba dentro de una pesadilla o había vuelto a la realidad. Después de todo, acaso, venía a ser lo mismo. Entonces, resignado, consideró que se estaba volviendo loco.
Vivía en esa ciudad serrana, cuya mitad de la población es de origen ruso. Paseaban por las calles mujeres delgadas y bellas de mejillas angulosas, caras y narices eslavas, vestimentas elegantes y zapatos de tacos finos y altos. No había prestado atención - no la suficiente - a ese simple detalle. Sin embargo, no deseaba escamotear su ilusión, espejismo o lo que fuere. Era, quizás, un rescate tardío de la sombría vida de Natalia.
II. Pasado
Tenés cara de rusita… ¿sos rusita vos? ¿cuántos años tenés, eh? ¿qué pasa? ¿no hablás en argentino? ¿sos rusita o no? ¿de dónde saliste vos? Se tapa la cara y llora, afligida, casi temblando. ¡Che rusita, no es para tanto! ¡Dale, piba, no moqueés... dejáte de joder!
Así recuerda el primer encuentro con Natalia Ivanovna en una de las calles del barrio de su niñez, deslumbrados los dos -la calle y él - por los ojos verdes y rasgados de esa criatura temerosa vestida con ropas extravagantes. Se secaba las lágrimas con el dorso de la mano mientras iba esbozando una sonrisa tímida y dos pequeños hoyuelos resaltaban en sus mejillas. Una criatura insólita. Recuerda que le preguntó el nombre y ella, prudente, turbada, le dijo: Natalia... ¿Natalia qué? insistió. ¿O vos no tenés apellido, eh...? Se lo dijo.
A partir de aquel día la veía con mayor frecuencia. Ya no lo miraba con temor e incluso se paraba a conversar con él. Siempre con las erres arrastradas y la cara de ingenua. Era una nena distinta. Tenía una sensación imprecisa aunque en esa época no entendía la causa.
Andaba vestida con un delantal celeste recortado en la parte superior, la blusa azul marino cerrada hasta el cuello, las medias marrones, ásperas y gruesas, y los zapatos negros y opacos, típica vestimenta de las pibas que estudiaban en una escuela de monjas. La palidez de su cara, la delgadez de su cuerpo, el andar erguido, algo tiesa y echada hacia atrás, resaltaban su prosapia monástica.
Les llevó tiempo hacerse amigos, intimar. Le causaba gracia su forma de hablar arrastrando las erres, sonreírse con los labios entreabiertos, el cándido fruncido de la frente y la trenza larga terminada en una cinta. La primera vez que lo invitó a su casa -una vivienda oscura, desvencijada - conoció a la madre, una mujer demacrada vestida con una pollera larga y una extraña blusa con jabot, mangas abuchonadas y zapatos oscuros y abotonados.
El padre resultó un tipo inescrutable, una esfinge de barba tupida y cara impasible cuya voz jamás escucharía. En las paredes colgaban íconos y cuadros de popes ortodoxos, había candelabros con velas prendidas y un samovar labrado. Luego supo - se lo contó Natalia - que habían salido de la Unión Soviética en 1936, llegaron a Grecia y desde allí viajaron a Buenos Aires en un barco mercante de bandera turca.
Natalia salía muy poco y no participaba de los juegos callejeros. De vez en cuando se encontraban cuando volvían de la escuela. Creo que en esos años fui su único amigo.
Cada vez que la veía le despertaba una gran ternura. No tenía en claro por qué le ocurría... Tiempo después comprendería que fue su primer amor adolescente.
Una tarde de septiembre de 1943 vio a Natalia en la plaza Irlanda abstraída en la lectura de un libro. Se acercó y le dijo que deseaba charlar con ella. Se sentó a su lado y al rato evocó el día en que se vieron por primera vez. Incluso imité su acento eslavo - grrusa, grrusita - y nos echamos a reír. Sin pensar, le puso la mano en el hombro y la besó en la mejilla. Posar mis labios sobre su piel sedosa fue como recibir una caricia de Natalia.
Ella pasaba de momentos eufóricos a introversiones, que le daban a su rostro una mesura dramática. A veces tenía la ajenidad de las criaturas soñadoras. Estos rasgos se le irían acentuando durante la pubertad. Llevaba consigo su imagen y fantaseaba coloquios románticos. Cada noche la sentía a su lado, las cabezas reclinadas sobre la almohada y él elucubrando frases de amor que jamás salieron de sus labios. Era como una novia - su novia - aunque no se lo dijo... No sabía cómo.
En esos días se mostraba retraída, apenada. Ignoraba la causa y aunque la acosaba seguía con esa expresión de ausencia. Al poco tiempo descubrió la razón: ella y sus padres desaparecieron del barrio. No tuvo noticias de Natalia durante mucho tiempo.
Tenés cara de rusita… ¿sos rusita vos? ¿cuántos años tenés, eh? ¿qué pasa? ¿no hablás en argentino? ¿sos rusita o no? ¿de dónde saliste vos? Se tapa la cara y llora, afligida, casi temblando. ¡Che rusita, no es para tanto! ¡Dale, piba, no moqueés... dejáte de joder!
Así recuerda el primer encuentro con Natalia Ivanovna en una de las calles del barrio de su niñez, deslumbrados los dos -la calle y él - por los ojos verdes y rasgados de esa criatura temerosa vestida con ropas extravagantes. Se secaba las lágrimas con el dorso de la mano mientras iba esbozando una sonrisa tímida y dos pequeños hoyuelos resaltaban en sus mejillas. Una criatura insólita. Recuerda que le preguntó el nombre y ella, prudente, turbada, le dijo: Natalia... ¿Natalia qué? insistió. ¿O vos no tenés apellido, eh...? Se lo dijo.
A partir de aquel día la veía con mayor frecuencia. Ya no lo miraba con temor e incluso se paraba a conversar con él. Siempre con las erres arrastradas y la cara de ingenua. Era una nena distinta. Tenía una sensación imprecisa aunque en esa época no entendía la causa.
Andaba vestida con un delantal celeste recortado en la parte superior, la blusa azul marino cerrada hasta el cuello, las medias marrones, ásperas y gruesas, y los zapatos negros y opacos, típica vestimenta de las pibas que estudiaban en una escuela de monjas. La palidez de su cara, la delgadez de su cuerpo, el andar erguido, algo tiesa y echada hacia atrás, resaltaban su prosapia monástica.
Les llevó tiempo hacerse amigos, intimar. Le causaba gracia su forma de hablar arrastrando las erres, sonreírse con los labios entreabiertos, el cándido fruncido de la frente y la trenza larga terminada en una cinta. La primera vez que lo invitó a su casa -una vivienda oscura, desvencijada - conoció a la madre, una mujer demacrada vestida con una pollera larga y una extraña blusa con jabot, mangas abuchonadas y zapatos oscuros y abotonados.
El padre resultó un tipo inescrutable, una esfinge de barba tupida y cara impasible cuya voz jamás escucharía. En las paredes colgaban íconos y cuadros de popes ortodoxos, había candelabros con velas prendidas y un samovar labrado. Luego supo - se lo contó Natalia - que habían salido de la Unión Soviética en 1936, llegaron a Grecia y desde allí viajaron a Buenos Aires en un barco mercante de bandera turca.
Natalia salía muy poco y no participaba de los juegos callejeros. De vez en cuando se encontraban cuando volvían de la escuela. Creo que en esos años fui su único amigo.
Cada vez que la veía le despertaba una gran ternura. No tenía en claro por qué le ocurría... Tiempo después comprendería que fue su primer amor adolescente.
Una tarde de septiembre de 1943 vio a Natalia en la plaza Irlanda abstraída en la lectura de un libro. Se acercó y le dijo que deseaba charlar con ella. Se sentó a su lado y al rato evocó el día en que se vieron por primera vez. Incluso imité su acento eslavo - grrusa, grrusita - y nos echamos a reír. Sin pensar, le puso la mano en el hombro y la besó en la mejilla. Posar mis labios sobre su piel sedosa fue como recibir una caricia de Natalia.
Ella pasaba de momentos eufóricos a introversiones, que le daban a su rostro una mesura dramática. A veces tenía la ajenidad de las criaturas soñadoras. Estos rasgos se le irían acentuando durante la pubertad. Llevaba consigo su imagen y fantaseaba coloquios románticos. Cada noche la sentía a su lado, las cabezas reclinadas sobre la almohada y él elucubrando frases de amor que jamás salieron de sus labios. Era como una novia - su novia - aunque no se lo dijo... No sabía cómo.
En esos días se mostraba retraída, apenada. Ignoraba la causa y aunque la acosaba seguía con esa expresión de ausencia. Al poco tiempo descubrió la razón: ella y sus padres desaparecieron del barrio. No tuvo noticias de Natalia durante mucho tiempo.
III. Pasado
Años después (en 1948) se encontró con Natalia Ivanovna en una reunión política de grupos de izquierda que apoyaban al peronismo. La nena beata y cohibida que conoció en el barrio de la infancia se había convertido en una adolescente espigada, hermosa, ojos verdes y rasgados, militante de izquierda y atea. Nos abrazamos y creo que ambos sentimos la misma turbación, como si en aquel instante hubiésemos retornado al pasado. Todavía hablaba con esa modulación eslava, pero poseía un vocabulario amplio y rico en imágenes: se la notaba culturalizada La voz tenía un suave matiz gutural y al sonreírse aparecían los dos hoyuelos. Semejaba una rusita bolchevique, prototipo de la revolución de Octubre. No se lo mencionó... A la salida la invitó a tomar un café pero ella adujo que vivía lejos, que se le había hecho tarde. No quiso darle el teléfono: Nos veremos en otra reunión - dijo -, y entonces podremos charlar y evocar. Se fue caminando con pasos lentos, el cuerpo echado hacia atrás y las manos en un lánguido vaivén.
Volvieron a verse. Al terminar la reunión salieron juntos y se acercó a su lado. Se embriagó con el perfume de su piel y le dijo:
-¿Querés ser mi amiga, Natalia?.
-Somos amigos, ¿no? - le contestó con la sonrisa que resaltaba sus dientes en el resquicio de los labios-.¿Para qué me hacés preguntas tontas?
Siguieron caminando mientras las veredas húmedas reflejaban el desgarbe de las dos figuras. El par de sombras, alargadas por la desmesura de la noche, se aplanaban sobre las veredas taciturnas.
- No me contestaste: ya sé que somos amigos, pero yo te propuse otra clase de amistad, más cercana... más... Estoy enamorado de vos, me cuesta aceptarte sólo como una antigua amiga.
Ella, con la sonrisa de labios entreabiertos, lo observó en silencio. Luego se encogió de hombros y murmuró:
-No tengo ganas de enredarme en nada serio. No me atrae jugar a los novios, y si vos te enamoraste sería mejor dejar de encontrarnos. No, no tengo ganas de complicarme la vida, ninguna gana, ¿me entendés? Te soy sincera, no tengo ganas -repitió seria. Luego, dándose media vuelta, se eclipsó en la penumbra de la noche...
Tuvieron un nuevo encuentro. Último. A la salida fueron caminando juntos.
-No quiero ningún obligación seria, el amor es otra cosa -dijo.
-Es que necesito verte, estar cerca de vos -le suplicó.
-No nos veamos más. Hoy será la última vez. Te aprecio mucho porque fuiste un verdadero amigo... No deseo entristecerte, y sé que te cuesta entenderlo. Me duele decírtelo, chau -. Lo besó en la mejilla y se alejó.
Nunca más la vio. No concurrió a nuevas reuniones. Preguntó a amigos comunes y nadie supo decirle nada. Natalia Ivanovna volvió a desaparecer de su vida... hasta esa mañana.
Años después (en 1948) se encontró con Natalia Ivanovna en una reunión política de grupos de izquierda que apoyaban al peronismo. La nena beata y cohibida que conoció en el barrio de la infancia se había convertido en una adolescente espigada, hermosa, ojos verdes y rasgados, militante de izquierda y atea. Nos abrazamos y creo que ambos sentimos la misma turbación, como si en aquel instante hubiésemos retornado al pasado. Todavía hablaba con esa modulación eslava, pero poseía un vocabulario amplio y rico en imágenes: se la notaba culturalizada La voz tenía un suave matiz gutural y al sonreírse aparecían los dos hoyuelos. Semejaba una rusita bolchevique, prototipo de la revolución de Octubre. No se lo mencionó... A la salida la invitó a tomar un café pero ella adujo que vivía lejos, que se le había hecho tarde. No quiso darle el teléfono: Nos veremos en otra reunión - dijo -, y entonces podremos charlar y evocar. Se fue caminando con pasos lentos, el cuerpo echado hacia atrás y las manos en un lánguido vaivén.
Volvieron a verse. Al terminar la reunión salieron juntos y se acercó a su lado. Se embriagó con el perfume de su piel y le dijo:
-¿Querés ser mi amiga, Natalia?.
-Somos amigos, ¿no? - le contestó con la sonrisa que resaltaba sus dientes en el resquicio de los labios-.¿Para qué me hacés preguntas tontas?
Siguieron caminando mientras las veredas húmedas reflejaban el desgarbe de las dos figuras. El par de sombras, alargadas por la desmesura de la noche, se aplanaban sobre las veredas taciturnas.
- No me contestaste: ya sé que somos amigos, pero yo te propuse otra clase de amistad, más cercana... más... Estoy enamorado de vos, me cuesta aceptarte sólo como una antigua amiga.
Ella, con la sonrisa de labios entreabiertos, lo observó en silencio. Luego se encogió de hombros y murmuró:
-No tengo ganas de enredarme en nada serio. No me atrae jugar a los novios, y si vos te enamoraste sería mejor dejar de encontrarnos. No, no tengo ganas de complicarme la vida, ninguna gana, ¿me entendés? Te soy sincera, no tengo ganas -repitió seria. Luego, dándose media vuelta, se eclipsó en la penumbra de la noche...
Tuvieron un nuevo encuentro. Último. A la salida fueron caminando juntos.
-No quiero ningún obligación seria, el amor es otra cosa -dijo.
-Es que necesito verte, estar cerca de vos -le suplicó.
-No nos veamos más. Hoy será la última vez. Te aprecio mucho porque fuiste un verdadero amigo... No deseo entristecerte, y sé que te cuesta entenderlo. Me duele decírtelo, chau -. Lo besó en la mejilla y se alejó.
Nunca más la vio. No concurrió a nuevas reuniones. Preguntó a amigos comunes y nadie supo decirle nada. Natalia Ivanovna volvió a desaparecer de su vida... hasta esa mañana.
IV. Presente
El recuerdo se fue aplacando al correr de los días. Ese miércoles decidió ir de compras al zoco de la ciudad. El invierno languidecía; los rayos de sol filtrados entre las nubes daban pinceladas de tornasol a los puestos, en los que se exhibían mercaderías a granel: indumentarias y zapatos traídos de las zonas ocupadas, en especial de Gaza: artefactos, frutas y verduras, especias orientales. Un zoco auténtico, atendido por los árabes de los pueblos vecinos y algunos rusos.
Recorría los puestos inmerso en la algarabía cuando la vio pasar por el pasillo paralelo envuelta en el abrigo de cuero negro, la boina ladeada sobre los cabellos oscuros que caían en cascadas. Comenzó a seguirla. Se alejaba con rapidez y él se enredaba entre el gentío que circulaba en los pasillos del zoco. Los compradores, en su mayoría rusos de la ciudad, se aglomeraban dificultándole el paso. La veía alejarse por un pasillo convencido de que esa
mujer no era un sueño o el delirio: era Natalia que había vuelto a su vida. Debía recobrarla, pensó. Siguió forcejeando con el público, discutiendo, pidiendo paso, empujando y empujado hasta que una matrona, ancha como un armario, lo detuvo con sus bolsas y comenzó a vociferar en ruso recriminándole por haberla atropellado. Entre tanto, Natalia desaparecía mientras a su alrededor se formó un grupo, unos atacándolo (la ira de sus voces lo parecía) y otros en su apoyo (lo entendió por las sonrisas y las palmadas en el hombro). Pero seguía atascado. Cuando pudo librarse Natalia ya no estaba. Corrió hacia donde la había visto por última vez; fue inútil. La había perdido por segunda vez.
Luego de varias semanas recuperó la calma. Natalia retornó al panteón donde guardaba los recuerdos y retomó su vida habitual. Una noche despertó agitado palpando la colcha, como buscándola. Los sueños con Natalia, como las lluvias de otoño, volvían cada vez con mayor frecuencia. Sólo sueños. Eran muy extrañas estas apariciones y desvanecimientos: cada vez que la veía ella se eclipsaba, corría sin que él pudiese alcanzarla. Como en las pesadillas. ¿O vivía en una pesadilla...?
Anegado en el trabajo, abría la computadora, leía y guardaba material que luego usaría para sus notas. Pero continuaba en las evanescencias y sueños. Natalia regresaba con su gabán negro, la boina hacia un costado, delgada... como en los tiempos de riesgos y sombras, de anécdotas y duelos.
El recuerdo se fue aplacando al correr de los días. Ese miércoles decidió ir de compras al zoco de la ciudad. El invierno languidecía; los rayos de sol filtrados entre las nubes daban pinceladas de tornasol a los puestos, en los que se exhibían mercaderías a granel: indumentarias y zapatos traídos de las zonas ocupadas, en especial de Gaza: artefactos, frutas y verduras, especias orientales. Un zoco auténtico, atendido por los árabes de los pueblos vecinos y algunos rusos.
Recorría los puestos inmerso en la algarabía cuando la vio pasar por el pasillo paralelo envuelta en el abrigo de cuero negro, la boina ladeada sobre los cabellos oscuros que caían en cascadas. Comenzó a seguirla. Se alejaba con rapidez y él se enredaba entre el gentío que circulaba en los pasillos del zoco. Los compradores, en su mayoría rusos de la ciudad, se aglomeraban dificultándole el paso. La veía alejarse por un pasillo convencido de que esa
mujer no era un sueño o el delirio: era Natalia que había vuelto a su vida. Debía recobrarla, pensó. Siguió forcejeando con el público, discutiendo, pidiendo paso, empujando y empujado hasta que una matrona, ancha como un armario, lo detuvo con sus bolsas y comenzó a vociferar en ruso recriminándole por haberla atropellado. Entre tanto, Natalia desaparecía mientras a su alrededor se formó un grupo, unos atacándolo (la ira de sus voces lo parecía) y otros en su apoyo (lo entendió por las sonrisas y las palmadas en el hombro). Pero seguía atascado. Cuando pudo librarse Natalia ya no estaba. Corrió hacia donde la había visto por última vez; fue inútil. La había perdido por segunda vez.
Luego de varias semanas recuperó la calma. Natalia retornó al panteón donde guardaba los recuerdos y retomó su vida habitual. Una noche despertó agitado palpando la colcha, como buscándola. Los sueños con Natalia, como las lluvias de otoño, volvían cada vez con mayor frecuencia. Sólo sueños. Eran muy extrañas estas apariciones y desvanecimientos: cada vez que la veía ella se eclipsaba, corría sin que él pudiese alcanzarla. Como en las pesadillas. ¿O vivía en una pesadilla...?
Anegado en el trabajo, abría la computadora, leía y guardaba material que luego usaría para sus notas. Pero continuaba en las evanescencias y sueños. Natalia regresaba con su gabán negro, la boina hacia un costado, delgada... como en los tiempos de riesgos y sombras, de anécdotas y duelos.
V. Presente
Ese día decidió viajar a Tel Aviv. Tomó el colectivo a Naharía, en la estación del tren compró el pasaje y esperó. De vez en cuando miraba la hora. Llegó el expreso y se ubicó en un vagón vacío. A los pocos minutos partió y se enfrascó en la lectura de un libro. Tenía sueño y entrecerraba los ojos. Mientras el tren se desplazaba por las ciudades que rodean el cinturón de Haifa, estuvo semidormido. Abrió los ojos en la estación Playa de Carmel de Haifa. Luego se durmió.
Despertó cuando el tren arrancaba de la estación Universidad, la primera de Tel Aviv. Contemplaba a los viajeros que se desplazaban por el andén cuando advertió una silueta con la boina ladeada caminando entre el gentío. Se levantó disponiéndose bajar en la próxima y volver a la estación... Comprendió que era un gesto inútil. No estaba seguro de lo que veía. ¿Y si fuesen delirios, invenciones o alucinaciones de la mente? Se deplomó sobre el asiento y resolvió no pensar más.
Regresó a Maalot por la noche. De inmediato se puso a buscar en el internet información sobre delirios y alucinaciones. No hallaba respuestas. En verdad, no recordaba muy bien en qué circunstancias concretas Natalia había desaparecido de su vida. Un poco la lejanía de los hechos; después los tiempos de la represión, la pérdida de contactos, el temor de los otros, la desconfianza de muchos. En aquella época -tarea infecunda- no se hacían preguntas: nadie quería hablar o saber. Pasaron muchos años y demasiadas cosas.
Caminaba por las calles de la pequeña ciudad y volvía a recrear sus fantasías. Era el suave olvido, la paz que retornaba, como ondas alborotadas de un lago cuyas aguas se aquietaban. Lo vivió como el responso por una amiga querida que se había perdido para siempre.
Comenzó a frecuentar el barcito del centro comercial, recorría los zocos, escudriñaba los pasillos una y otra vez buscándola. Veía infinidad de rostros eslavos, pómulos angulosos, mujeres de ojos verdes, pero ninguna con gabán negro y boina ladeada. Supuso, en definitiva, que el deseo subconsciente le había tendido una celada pérfida. Y se resignó.
Ese día decidió viajar a Tel Aviv. Tomó el colectivo a Naharía, en la estación del tren compró el pasaje y esperó. De vez en cuando miraba la hora. Llegó el expreso y se ubicó en un vagón vacío. A los pocos minutos partió y se enfrascó en la lectura de un libro. Tenía sueño y entrecerraba los ojos. Mientras el tren se desplazaba por las ciudades que rodean el cinturón de Haifa, estuvo semidormido. Abrió los ojos en la estación Playa de Carmel de Haifa. Luego se durmió.
Despertó cuando el tren arrancaba de la estación Universidad, la primera de Tel Aviv. Contemplaba a los viajeros que se desplazaban por el andén cuando advertió una silueta con la boina ladeada caminando entre el gentío. Se levantó disponiéndose bajar en la próxima y volver a la estación... Comprendió que era un gesto inútil. No estaba seguro de lo que veía. ¿Y si fuesen delirios, invenciones o alucinaciones de la mente? Se deplomó sobre el asiento y resolvió no pensar más.
Regresó a Maalot por la noche. De inmediato se puso a buscar en el internet información sobre delirios y alucinaciones. No hallaba respuestas. En verdad, no recordaba muy bien en qué circunstancias concretas Natalia había desaparecido de su vida. Un poco la lejanía de los hechos; después los tiempos de la represión, la pérdida de contactos, el temor de los otros, la desconfianza de muchos. En aquella época -tarea infecunda- no se hacían preguntas: nadie quería hablar o saber. Pasaron muchos años y demasiadas cosas.
Caminaba por las calles de la pequeña ciudad y volvía a recrear sus fantasías. Era el suave olvido, la paz que retornaba, como ondas alborotadas de un lago cuyas aguas se aquietaban. Lo vivió como el responso por una amiga querida que se había perdido para siempre.
Comenzó a frecuentar el barcito del centro comercial, recorría los zocos, escudriñaba los pasillos una y otra vez buscándola. Veía infinidad de rostros eslavos, pómulos angulosos, mujeres de ojos verdes, pero ninguna con gabán negro y boina ladeada. Supuso, en definitiva, que el deseo subconsciente le había tendido una celada pérfida. Y se resignó.
VI. Final
Las reminiscencias se atascaron. Caminaba en los crepúsculos silenciosos buscando el perfil de Natalia. Su sombra - la de ella, o la de otra - continuaría merodeando por las veredas solitarias de Maalot (aunque él no pudiese verla) envuelta en su gabán de cuero, la boina negra ladeada, los ojos verdes y sus pómulos eslavos. Había vuelto a la era del tedio y la angustia... Como la que fue devorando la lucidez enfermiza de Remo Erdosain, el personaje arltiano que no podía olvidar...
En la semipenumbra de un atardecer cualquiera, andaba por el sendero que lleva al Parque de Agua de la ciudad. Hacia la lejanía se veían los picos del Monte Merón perfilados contra el cielo. Cruzó la calle y al llegar al final de la senda peatonal casi tropieza con una mujer que vestía gabán de cuero, una boina negra ladeada sobre el cabello oscuro, los pómulos angulosos y ojos verdes... La observó con fijeza y luego balbució:
-Discúlpeme... al verla me pareció que era una amiga mía de Buenos Aires: es usted muy parecida. Pero no... no es.
Los ojos verdes de la mujer joven y bonita lo contemplaron con algo de sarcasmo. Él supuso que le había causado compasión.
Como huyendo del pasado, volvió sobre sus pasos llevando a cuestas el misterio de Natalia.
Aunque, ¿Existió alguna vez Natalia Ivanovna...?
Publicado por Ester Mann en Etiquetas: NARRATIVA
Las reminiscencias se atascaron. Caminaba en los crepúsculos silenciosos buscando el perfil de Natalia. Su sombra - la de ella, o la de otra - continuaría merodeando por las veredas solitarias de Maalot (aunque él no pudiese verla) envuelta en su gabán de cuero, la boina negra ladeada, los ojos verdes y sus pómulos eslavos. Había vuelto a la era del tedio y la angustia... Como la que fue devorando la lucidez enfermiza de Remo Erdosain, el personaje arltiano que no podía olvidar...
En la semipenumbra de un atardecer cualquiera, andaba por el sendero que lleva al Parque de Agua de la ciudad. Hacia la lejanía se veían los picos del Monte Merón perfilados contra el cielo. Cruzó la calle y al llegar al final de la senda peatonal casi tropieza con una mujer que vestía gabán de cuero, una boina negra ladeada sobre el cabello oscuro, los pómulos angulosos y ojos verdes... La observó con fijeza y luego balbució:
-Discúlpeme... al verla me pareció que era una amiga mía de Buenos Aires: es usted muy parecida. Pero no... no es.
Los ojos verdes de la mujer joven y bonita lo contemplaron con algo de sarcasmo. Él supuso que le había causado compasión.
Como huyendo del pasado, volvió sobre sus pasos llevando a cuestas el misterio de Natalia.
Aunque, ¿Existió alguna vez Natalia Ivanovna...?
Publicado por Ester Mann en Etiquetas: NARRATIVA
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