jueves, 4 de noviembre de 2010

JOSÉ MOLINA


MIRAS TELESCÓPICAS

Llueve torrencialmente. Hace frío, de esos que calan los huesos. El agua moja mi traje de fajina hasta mis carnes metálicas y llega hasta mi ojo vitrio. Para nada me impide ver el escenario en que me encuentro. Por momentos las gotas se tiñen de rojo intenso y luego se empalidece hasta recobrar la transparencia y la cristalinidad. Esta misma situación se repite entre fuegos, chispas y olores de muerte. Pasan las horas. Todo va cambiando.
Por momentos, mi ojo se empaña como no queriendo ver lo que veo. Intento fijar a mirada cuando una corona de barro y agua se levanta para desplomarse muy cerca de mí. Un cuerpo inerte competa el episodio. Gritos. Una mano palpa el cuello. El gesto lo dice todo. Lágrimas recorren el rostro de quien busco la vida ya sin pulso en el cuerpo abatido. Sigo mirando fijamente. Algunos otros vitrios recorren el campo. La luz láser indica el blanco y al instante otra corona de barro y agua y otro cuerpo que cae. Más gritos, más manos buscan la vida. Estoy al borde, de la trinchera, disfrazada para que no me reconozcan. En la profundidad sigue tirado, no respira, pienso que está muerto. Era mi dueño quien jalaba de mi boca de pólvora y mis lenguas de grito y fuego.
Ruidos de motores desde el aire, por tierra, sonidos sordos y olor a muerte envuelven el lugar.
Giro buscando la vida, a alguien que me saque de este lugar, a alguien que me cubra del frío metálico y me guarde en un cofre y me entierre en el seno de la tierra a descansar eternamente hasta que el oxido se apodere de mi y me destruya en el más absoluto silencio.

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