Invierno difícil
Marta Becker
Isaías
Levy escapó junto con su mujer y cuatro hijos de una Europa en ebullición a
principios del siglo XX. Junto con él salieron del continente cientos de
perseguidos, quienes depositaron todas sus esperanzas en la Argentina, país que
prometía mucho y conocían poco. Se hablaba de miles de hectáreas de tierras prósperas
en espera de ser trabajadas y ellos traían mucha voluntad y necesidades.
Viajaron
cuarenta días en un barco medio desvencijado, hicieron parada en Cuba, Río de
Janeiro y por fin llegaron al puerto de Buenos Aires. La travesía fue
agobiante, sobre todo porque no era gente acostumbrada a navegar y, además,
hubo falta de comida y atención sanitaria.
Cuando
Isaías Levy vio la ciudad, abrió grandes los ojos y mirando al cielo agradeció
a su Dios la bendición de tan hermoso lugar. Abrazó a su familia y aún siendo
un hombre duro unos lagrimones asomaron en su rostro.
Pero
la alegría duró poco, ya que las autoridades, necesitadas de mano de obra, decidieron
enviarlos al campo, lejos de Buenos Aires y cerca de las inclemencias del
tiempo y la dureza de todo por hacer.
Isaías
no se quejó, al igual que los otros inmigrantes, pues no tenían opción y allá
fueron, con casi lo puesto, hacia un rumbo desconocido y prometedor.
Las
tierras eran áridas, los vientos fuertes, el frío muy frío y el calor
abrasador. Pero Isaías trabajó duro, como todos, y de a poco conformaron un
pueblo en donde hablaban su propio idioma y seguían sus costumbres religiosas,
al mismo tiempo que se adaptaban al nuevo lugar. La comunidad respetaba y era
respetada.
Los
hijos de Isaías concurrían a la escuela del estado, donde aprendieron a hablar
el nuevo idioma con la facilidad propia de la juventud, integrándose así a la
sociedad local.
Isaías
curtió su rostro al sol y el trabajo fortaleció sus músculos acostumbrados antes
a otros menesteres. Su mujer, educada como todas las demás mujeres en la idea
de que su función era atender al marido y a los hijos, aceptó sin comentarios
la nueva vida y con el tiempo sumó los
hábitos campestres a los suyos propios.
Pasaron
unos años y los campos de cubrieron de sembradíos de maíz, que cosechaban en el
momento oportuno, siempre y cuando no hubieran pasado por una tormenta fuerte o
un período de larga sequía. No era fácil su vida, pero todos los días agradecía,
a pesar de las durezas, dónde estaba y lo que tenía.
El invierno de 1940 comenzó temprano. Isaías
auguró una temporada difícil, había que almacenar provisiones, así les comentó
a sus vecinos en la reunión semanal y entre todos decidieron organizar una
cooperativa para afrontar juntos los problemas.
Todo
parecía encarrilado cuando comenzó a llover.
Y
no paró.
Llovió
y llovió sin lástima ni descanso durante un mes.
Y
entonces pasó.
El
agua barrió literalmente la tierra, la lavó, arrastró todo y en ese acontecer
aparecieron miles de huesos humanos
que flotaban a la deriva siguiendo la corriente.
Isaías
Levy, junto con toda la población, no daba crédito a sus ojos, que de tan grandes
que estaban se le salían de las órbitas.
No
hubo comentarios, sólo una decisión generalizada que se organizó en silencio,
unánime y firme como nunca se armó otra. Salieron como pudieron de los campos
anegados, mientras chocaban con los huesos y demás elementos que llevaba el
agua, en una huida descontrolada y sin rumbo. Huyeron con la sensación de que
la tierra prometida les daba la espalda.
Fue
en ese invierno cuando desaparecieron las chacras sembradas de maíz.
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