El crimen perfecto
Enrique Lynch
En
un pasaje muy conocido que suelen repetir todos los que (tanto si lo admiten en
público como si no) se reconocen mentirosos, dice Nietzsche que el lenguaje no
está hecho para decir la verdad sino para el disimulo, es decir, para fraguar
una semiverdad, una moneda falsa que se intercambia con los demás y deja bien
parado a quien la pronuncia. En rigor, Nietzsche no dice que las palabras
tengan que ser piezas falsas sino que se limita a constatar un uso corriente y
admitido, una picardía harto habitual; y, en efecto, así es como de hecho han
sido empleadas las ficciones desde que se creó el lenguaje (si es que alguna vez
hubo algo así como la “creación” o “invención” del lenguaje: Lévi-Strauss
pensaba, con bastante criterio, que el lenguaje debía ser tenido como una de
esas cosas que han existido siempre). Nietzsche, pues, no hace una burda
apología de la mentira o del discurso falso o de la ficción sino que propone
abordar la cuestión del lenguaje sin las cortapisas de una concepción
categórica y verificacionista de la verdad. Si admitimos que en materia de lenguaje,
la verdadno es de lo que se trata, estaremos en condiciones de comprender mejor
en qué consiste todo lo que se hace por medio de las palabras y los gestos, ya
sea en la comunicación y en la poesía como en la ciencia, en la filosofía o en
la seducción.
En
la medida en que poner una palabra en lugar de una cosa o de un hecho presupone
la sustitución metafórica de ésta(e) por un rótulo o rúbrica, las palabras
desrrealizan sus referencias, tal como sucede con todas las metáforas y, tarde
o temprano, constituyen su propio contexto de significado. Lo que –por cierto–
no quiere decir que se pueda usar cualquier palabra para referir cualquier cosa
sino que las palabras viven necesariamente en un mundo que está “al lado del
mundo”: un mundo que hemos de tener por simulado o, si se prefiere, como
resultado de una simulación más o menos inteligente.
¿Qué
ocurre cuando esta función del lenguaje, de natural mixtificadora, es
instrumentada deliberadamente por el hablante? En el mejor de los casos
obtenemos el efecto llamadoliterario donde, tras un pacto implícito entre hablantes,
se suele suspender la creencia en la verdad para dar paso a la “verdad de la
ficción”, fórmula oximorónica que me horroriza pero que no tengo más remedio
que glosar tal cual, a falta de otra mejor. Según ésta, en toda ficción hay
contenida o involucrada una verdad si no de facto al menos de iure, toda vez
que una ficción, para ser tal, presupone tener algo por verdadero. Su capacidad
ficticia se funda en la pulsión a tener algo por verdadero, lo que explica que,
por ejemplo, una mera representación –una narración cualquiera, o un poema, o
un cuadro– pueda suscitar en nosotros una reacción afectiva o emocional lo
mismo que si se tratase de un acontecimiento real. Esta cualidad de lo
literario ya fue en su momento observada por Aristóteles y no obstante suele
ser invocada como el agujero del mate por los actuales escritores de ficción,
las más de las veces para mayor gloria de sus insaciables egos, puesto que se
supone que la capacidad de generar algo que se parece a la verdad los acredita
como “creadores de mundo”, del mismo modo que el tonto de Ión se sentía
arrebatado al comprobar su capacidad demiúrgica a la hora de recitar los
grandes poemas épicos de memoria bajo el efecto de la manía.
Pero
no todo es literatura en la simulación; quiero decir, los que disimulan o
simulan no son únicamente escritores, rapsodos más o menos tontos, o poetas.
Hay un montón de mentirosos vulgares por ahí que se valen del poder ontológico
y constituyente de las ficciones no tanto para generar un efecto de verdad, un
logos pseudés, como hacían los buenos sofistas clásicos, sino para ocultar lo
real detrás de la representación o para suplantarlo por medio de simulacros y
embustes.
Hacen lo
mismo que los escritores pero con un importante matiz de diferencia, porque su
escamoteo de lo real no implica la supresión lisa y llana de éste sino un modo
artero de adulterarlo. Es obvio que en cada mentira fraguada por medio de
palabras se suplanta lo real por un simulacro, pero en su comunicación, por
fraudulenta que sea, lo real de todos modos persiste: para el incauto, como
necesaria referencia; y para el mentiroso, si no como algo tangible o
comprobable, sí como fantasma, que si bien no permite verificación alguna
–porque es un falso real– sostiene la dimensión pragmática de la comunicación y
los papeles que los hablantes desempeñan en ella, permite establecer sus
respectivas estaturas morales o su responsabilidad como agentes, e incluso
hasta su apariencia o investidura social. Por ejemplo, el que simula poseer un
título académico consigue detentarlo de todas formas con solo que alguno se
trague el anzuelo de su patraña. La mujer o el hombre que engaña a su pareja
redime su falta con solo que sus mentiras lleguen a ser escuchadas: a veces en
la sola atención que se les presta hay una disculpa: “Me has engañado, pero qué
le vamos a hacer, a todos nos puede pasar...” En uno u otro caso, lo mismo que
sucede en el pacto literario, la credulidad de uno de los hablantes libera al
mentiroso de su culpa. Y, sin duda, esta es una de las razones por las que los
individuos, a la que pueden, mienten como bellacos.
Peor aún,
hay casos en que la voluntad de mentir consigue el efecto mixtificador
definitivo, por ejemplo, cuando el mentiroso se refugia no ya en la presunción
de verdad que subyace a toda comunicación fraudulenta (tiene que ser verdad
porque ¿qué sentido tendría comunicar intencionadamente algo que no es de algún
modo verdadero o que no se puede tener por verdadero?) sino en la simulación de
la propia relación del hablante con lo real, como sucede en el caso de la
locura: más concretamente, en el caso del mentiroso que simula estar loco. Una
proposición (o una acción) cualquiera en boca de un loco pierde inmediatamente
toda pertinencia o contenido verificable, tanto si es una verdad pretendida
como si es una ficción literaria. Ya en el derecho romano la locura quedaba
inscrita en la figura del mente captus (de donde sale nuestro “mentecato”) que
de hecho servía para liberar de toda responsabilidad penal al acusado. Pero si
la proposición (o la acción) es obra de un individuo que simula no estar en sus
cabales, es decir, que simula un modo muy determinado y bizarro de plantear la
relación con lo real, su gesto permite blindar contra el castigo cualquier
mentira que el falsario quiera interponer en relación con sus actos y así su
conducta queda definitivamente exonerada. ¿Cómo? ¡quitándola de la categoría de
las conductas posibles! Cuando esto sucede no hay un real sustituido por la
ficción simplemente porque no hay manera de descubrir la ficción al quedar
borrado el sentido de la realidad de la que ésta es sombra.
Así es
como tienen lugar los crímenes perfectos.
El
espectáculo del asesino de Denver, James Holmes, el día en que se le imputaron
los cargos de asesinato, con los cabellos teñidos de rojo como el Joker del
cómic Batman y esos ojos de perturbado mental que son de manual psiquiátrico,
lejos de consolidar la tesis de que ese crimen monstruoso (12 muertos y 59
heridos de gravedad) solo puede ser obra de un loco, debería suscitar la sospecha
de que Holmes, consciente de que la psiquiatría le proporciona una estupenda
coartada, no está loco sino que interpreta el papel del loco: ¿no es acaso la
personificación del simulador (Joker) por antonomasia? Curiosamente, su actitud es exactamente la opuesta
de la de otro asesino múltiple, el noruego Brejvik, en un crimen de dimensiones
y características parecidas. Hace un año el noruego despachó fríamente, durante
hora y media, a 69 jóvenes atrapados en una isla. Resulta significativo que, durante
el juicio, Brejvik –otro supuesto “psicópata” de manual– no quisiera pasar por
loco sino todo lo contrario; y, de hecho, tampoco nosotros, ni la medicina
penal ni la psicopatología al uso, hemos podido determinar si es verdaderamente
un perturbado o simplemente una mala persona. Y fíjense ustedes en que el
crimen es casi el mismo que el de Denver, pero la coartada es exactamente la
contraria en cada caso, aunque idéntica es nuestra perplejidad a la hora de
juzgar estos actos monstruosos por la simple razón de que solo contamos con el
lenguaje para comprenderlos. Ni nosotros, ni la medicina penal ni la psicopatología al uso, hemos podido determinar si es verdaderamente un perturbado o simplemente una mala persona. Y fíjense ustedes en que el crimen es casi el mismo que el de Denver, pero la coartada es exactamente la contraria en cada caso, aunque idéntica es nuestra perplejidad a la hora de juzgar estos actos monstruosos por la simple razón de que solo contamos con el lenguaje para comprenderlos.
Si el responsable de arrojar la bomba de Hiroshima consiguió terminar sus días pacíficamente, de muerte natural y sin sentimiento de culpabilidad manifiesto, tras regentear durante años una próspera empresa de alquiler de helicópteros, ¿con qué autoridad juzgamos la conducta de Holmes o de Brejvik como “psicopática” si la única manera que tenemos de acceder a (y de juzgar) sus motivaciones pasa por interpretar su lenguaje verbal y gestual en un juicio, a sabiendas de que uno u otro registro del lenguaje que emplean puede estar simulado? ¿Qué medios tenemos para determinar si dice la verdad o si miente? Recuerdo que Gilbert Ryle tenía algunas reflexiones muy sugestivas a la hora de considerar las limitaciones de la razón en casos semejantes. Quizá sería hora de contemplar la posibilidad de que el mal existe y no es tan banal como parece. O si no, concluir que se puede cometer un crimen perfecto.
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