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Ester Mann
El
retorno
Ester Mann
Cantaba y
gritaba mientras iba bajando de la montaña. Todo mi cuerpo ardía de excitación
y gozo. A pesar del dolor en el pie hubiera querido saltar y bailar, pero
avanzaba con lentitud, todo lo rápido que la herida me lo permitía.
A lo
lejos vi brillar las vías del tren y a los pocos minutos pasó uno hacia el
norte. A mi me daba lo mismo norte o sur, sólo quería llegar a la estación más
próxima. Necesitaba con urgencia un hospital, por lo menos un médico. Mi suerte,
que pareció cambiar al encontrar la piedra, me traicionó una vez más cuando me
di el hachazo en el pie.
Hacía
meses que no veía un ser humano: en el invierno mis compañeros habían resuelto
irse. Yo me quedé.
Después
de casi un año de cavar, alejados de la civilización, ya no nos soportábamos,
o, mejor dicho, ya no me aguantaban. Yo no tenía nada mejor que hacer ni
familia que me esperara. Quise seguir intentando y, además, quería abrirme,
estar solo...
El mapa
de la mina lo había dibujado con un tizón en la tapa de mi mochila y por las
dudas, lo bordé con el hilo de coser. Traía en el bolsillo un diamante del
tamaño de una mandarina.
-Espero
que en la estación no se me asusten los negros: la pinta que debo tener con el
pelo y la barba largos, sucio y rotoso, con un solo botín, el pie vendado con
una camiseta y con una rama por bastón...
Otro
tren, esta vez hacia el sur. A mi derecha las vías se curvaban y también éste
disminuyó la velocidad para tomar la curva. Tal vez pudiera treparme sin
necesidad de caminar hasta una
estación... Calculé que en una media hora llegaría a la vía. No tenía un
centavo, palpé el bolsillo con el diamante: con él me sentía seguro.
*
Bueno,
esta vez mi perra suerte se había portado, ya estaba en el tren y después de
tirarme en el primer asiento que encontré, en un vagón vacío por completo, y
descansar un rato, empecé a caminar hacia el primer vagón. Todo vacío, ni un
solo pasajero. Esto sí que era raro! No había locomotora, era un tren
automático, sin conductor, una computadora con luces que se prendían y apagaban
lo dirigía. Me dio una especie de escalofrío pensar que era el único ser humano
que viajaba y quise bajarme lo antes posible. Pasamos como una ráfaga por dos
paradas sin detenernos y decidí que esto era demasiado para mí, en la próxima
oportunidad que el tren disminuyera la velocidad yo me tiraba. Y así lo hice.
En una curva cerrada que capté de lejos, el tren redujo la marcha y yo me tiré.
A unos trescientos metros distinguí algunas casas y carteles de propaganda. Me
dirigí cojeando hacia ese lado.
*
Ni un
alma! Las calles vacías me asustaron. ¿Qué estaba pasando? Entré a un negocio
con pinta de almacén. Adentro, el polvo que cubría los mostradores, las
telarañas en la máquina de cortar fiambre, el inusual silencio me angustiaron
como nunca antes en mi vida. Los peligros que afronté en el pasado no se
comparaban con esta soledad. Ni perros ni gatos: nada, ni un ser viviente. El
almanaque que colgaba de la pared señalaba el 12 de junio del 2006, el invierno
pasado. Si yo no me equivocaba, era la fecha aproximada en que mis compañeros
se habían ido. Pero, por supuesto no tenía idea de hacia qué dirección habían
partido.
Salí del
almacén y empecé a caminar por las calles del pueblo. Dos o tres semáforos seguían
funcionando, pero ni un solo coche en la calle. Entré a una casa que tenía la
puerta abierta de par en par. Nada, todo ordenado, la heladera funcionaba y
había comida en buen estado. Me preparé un café y comí lo que encontré. Mi
cuerpo no me permitía sumergirme totalmente en el terror y me exigía ocuparme
de él. En el baño, me lavé y desinfecté la herida. Me vendé el dedo y me puse
el otro botín. Me afeité y me corté un poco el pelo. Seguí recorriendo el
caserío.
En todos
lados lo mismo: puertas sin llave, heladeras con comida. No había sido una
huída precipitada. No había cadáveres, eso descartaba una enfermedad o guerra
atómica o terremoto. En una calle lateral vi un camioncito bastante viejo. Las
llaves puestas como si alguien hubiera decidido viajar pero hubiera cambiado de
idea a último momento. El tanque estaba casi lleno. Decidí dirigirme al norte
que era más poblado. Empecé a viajar pero a los dos kilómetros me di cuenta que
iba hacia el este, en dirección a la costa.... El vehículo no respondía a mis
golpes de volante. Al tercer intento me bajé del auto furioso, desorientado,
sin entender qué ocurría y más asustado aún que antes. Tuve que reconocer que
me daba lo mismo ir hacia la costa, que algo que mi mente no podía captar
estaba ocurriendo. Un campo magnético, se me ocurrió, y eso me tranquilizó.
Apreciaba una levedad en el aire, mi cuerpo parecía haberse achicado, me sentía
más liviano y el pie ya no me dolía. La radio emitía solo sonidos de estática,
pero puse una cinta de música brasileña que encontré en la guantera y me largué
a cantar a gritos. De pronto me sentía muy bien, alegre, lleno de vida, hasta
eufórico.
Dejé de
hacerme preguntas. Había viajado unas dos horas cuando una cantidad de autos
estacionados en todos lados me impidieron seguir. La ruta estaba cortada, eran
cientos de coches vacíos. También yo dejé el camión, tomé mi mochila y caminé
sorteando los automóviles. Según el cartel que había visto faltaban cinco
kilómetros para la playa. Caminé durante veinte minutos, los coches comenzaban
a ralear. En los claros, al lado de los árboles, recostados en las rocas, sobre
el césped, en todos lados había grupos de personas muertas. Parecían familias
enteras, al lado de muchas yacían perros o gatos, también muertos...
Sólo la
ropa me informaba del sexo de los cadáveres, ya estaban en estado de descomposición,
aunque no muy avanzado. No olí nada, el aire seguía limpio y calmo. No sentí
asombro, sino conformidad. Consideré que todo era como debía ser. Seguí
caminando pero ya no para observar, sino para encontrar el lugar apropiado para
mí. Llegué al mar, muy cerca del agua había una gran roca vacía. Me recosté,
saqué el diamante del bolsillo y lo coloqué frente a mis ojos.
Ya estaba
listo para unirme al resto del género humano... ■
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