jueves, 27 de junio de 2019

Ester Mann


El retorno  

Ester Mann


Cantaba y gritaba mientras iba bajando de la montaña. Todo mi cuerpo ardía de excitación y gozo. A pesar del dolor en el pie hubiera querido saltar y bailar, pero avanzaba con lentitud, todo lo rápido que la herida me lo permitía. A lo lejos vi brillar las vías del tren y a los pocos minutos pasó uno hacia el norte. A mi me daba lo mismo norte o sur, sólo quería llegar a la estación más próxima. Necesitaba con urgencia un hospital, por lo menos un médico. Mi suerte, que pareció cambiar al encontrar la piedra, me traicionó una vez más cuando me di el hachazo en el pie. Hacía meses que no veía un ser humano: en el invierno mis compañeros habían resuelto irse. Yo me quedé. Después de casi un año de cavar, alejados de la civilización, ya no nos soportábamos, o, mejor dicho, ya no me aguantaban. Yo no tenía nada mejor que hacer ni familia que me esperara. Quise seguir intentando y, además, quería abrirme, estar solo... El mapa de la mina lo había dibujado con un tizón en la tapa de mi mochila y por las dudas, lo bordé con el hilo de coser. Traía en el bolsillo un diamante del tamaño de una mandarina.
-Espero que en la estación no se me asusten los negros: la pinta que debo tener con el pelo y la barba largos, sucio y rotoso, con un solo botín, el pie vendado con una camiseta y con una rama por bastón... Otro tren, esta vez hacia el sur. A mi derecha las vías se curvaban y también éste disminuyó la velocidad para tomar la curva. Tal vez pudiera treparme sin necesidad de caminar hasta  una estación... Calculé que en una media hora llegaría a la vía. No tenía un centavo, palpé el bolsillo con el diamante: con él me sentía seguro.

                                                                               *

Bueno, esta vez mi perra suerte se había portado, ya estaba en el tren y después de tirarme en el primer asiento que encontré, en un vagón vacío por completo, y descansar un rato, empecé a caminar hacia el primer vagón. Todo vacío, ni un solo pasajero. Esto sí que era raro! No había locomotora, era un tren automático, sin conductor, una computadora con luces que se prendían y apagaban lo dirigía. Me dio una especie de escalofrío pensar que era el único ser humano que viajaba y quise bajarme lo antes posible. Pasamos como una ráfaga por dos paradas sin detenernos y decidí que esto era demasiado para mí, en la próxima oportunidad que el tren disminuyera la velocidad yo me tiraba. Y así lo hice. En una curva cerrada que capté de lejos, el tren redujo la marcha y yo me tiré. A unos trescientos metros distinguí algunas casas y carteles de propaganda. Me dirigí cojeando hacia ese lado.

                                                                              *                                       

Ni un alma! Las calles vacías me asustaron. ¿Qué estaba pasando? Entré a un negocio con pinta de almacén. Adentro, el polvo que cubría los mostradores, las telarañas en la máquina de cortar fiambre, el inusual silencio me angustiaron como nunca antes en mi vida. Los peligros que afronté en el pasado no se comparaban con esta soledad. Ni perros ni gatos: nada, ni un ser viviente. El almanaque que colgaba de la pared señalaba el 12 de junio del 2006, el invierno pasado. Si yo no me equivocaba, era la fecha aproximada en que mis compañeros se habían ido. Pero, por supuesto no tenía idea de hacia qué dirección habían partido. Salí del almacén y empecé a caminar por las calles del pueblo. Dos o tres semáforos seguían funcionando, pero ni un solo coche en la calle. Entré a una casa que tenía la puerta abierta de par en par. Nada, todo ordenado, la heladera funcionaba y había comida en buen estado. Me preparé un café y comí lo que encontré. Mi cuerpo no me permitía sumergirme totalmente en el terror y me exigía ocuparme de él. En el baño, me lavé y desinfecté la herida. Me vendé el dedo y me puse el otro botín. Me afeité y me corté un poco el pelo. Seguí recorriendo el caserío. En todos lados lo mismo: puertas sin llave, heladeras con comida. No había sido una huída precipitada. No había cadáveres, eso descartaba una enfermedad o guerra atómica o terremoto. En una calle lateral vi un camioncito bastante viejo. Las llaves puestas como si alguien hubiera decidido viajar pero hubiera cambiado de idea a último momento. El tanque estaba casi lleno. Decidí dirigirme al norte que era más poblado. Empecé a viajar pero a los dos kilómetros me di cuenta que iba hacia el este, en dirección a la costa.... El vehículo no respondía a mis golpes de volante. Al tercer intento me bajé del auto furioso, desorientado, sin entender qué ocurría y más asustado aún que antes. Tuve que reconocer que me daba lo mismo ir hacia la costa, que algo que mi mente no podía captar estaba ocurriendo. Un campo magnético, se me ocurrió, y eso me tranquilizó. Apreciaba una levedad en el aire, mi cuerpo parecía haberse achicado, me sentía más liviano y el pie ya no me dolía. La radio emitía solo sonidos de estática, pero puse una cinta de música brasileña que encontré en la guantera y me largué a cantar a gritos. De pronto me sentía muy bien, alegre, lleno de vida, hasta eufórico. 
Dejé de hacerme preguntas. Había viajado unas dos horas cuando una cantidad de autos estacionados en todos lados me impidieron seguir. La ruta estaba cortada, eran cientos de coches vacíos. También yo dejé el camión, tomé mi mochila y caminé sorteando los automóviles. Según el cartel que había visto faltaban cinco kilómetros para la playa. Caminé durante veinte minutos, los coches comenzaban a ralear. En los claros, al lado de los árboles, recostados en las rocas, sobre el césped, en todos lados había grupos de personas muertas. Parecían familias enteras, al lado de muchas yacían perros o gatos, también muertos... 
Sólo la ropa me informaba del sexo de los cadáveres, ya estaban en estado de descomposición, aunque no muy avanzado. No olí nada, el aire seguía limpio y calmo. No sentí asombro, sino conformidad. Consideré que todo era como debía ser. Seguí caminando pero ya no para observar, sino para encontrar el lugar apropiado para mí. Llegué al mar, muy cerca del agua había una gran roca vacía. Me recosté, saqué el diamante del bolsillo y lo coloqué frente a mis ojos. Ya estaba listo para unirme al resto del género humano... ■


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