sábado, 30 de marzo de 2019

Natalia Erroz



                              El cielo de Chajarí 
Natalia Erroz
                                     
Hacía un calor de años, de tiempos, de fuegos guardados. El estómago maullaba entre algunos retorcijones y puntadas. La pileta de lona del patio nos dejaba refrescar de a ratos, de a momentos que transcurrían entre limpiar las moras que caían dentro y el desastre que hacían los chicos cuando las pisaban. De afuera. Ya le había dicho a Roberto que no era buena idea armar una pileta debajo de una morera; pero el insistió con la frescura, la sombra y un par de besos que sirvieron de convencimiento o cariñoso pacto. 
El sabía que la ternura era una brutal máquina de dominación, dispuesta a sepultar cualquier enojo, cualquier arrebato. Y era también, la ternura,  parte de mi herencia familiar y todos había aprendido muy bien qué hacer con ella, como un dispositivo montado con una técnica, una táctica y una estrategia de control. Yo no supe.  Nunca aprendí. En el caso de mi madre, ella tenía una sádica ternura teñida de control y dependencia hacia mi padre.  El se dejaba, como esos perros falderos que nunca me gustaron, capaces de un solo dueño, con solo muestras de agradecimiento y debida obediencia.  El se dejaba y ella lamía hasta sus huesos, su boca era capaz de comerse sus intestinos de un bocado, romperlo a pedazos, mutilarlo.  Con nosotras también funcionaba de ese modo y el también la dejaba, aunque debo reconocer intentos, que de algún modo busco para cuidarnos.  Muy pocas veces lo lograba y otras, que eran la mayoría, su voracidad nos devoraba.  No se salía de allí sin costos, sin marcas, sin pasado repetido.  Sin la eterna necesidad de un beso.
Hacía calor, pero en algún momento tenía que decidir sacarlos del agua tibia de la pileta.  Todavía tenía que armar las valijas y había estado pensando en esa tarea toda la semana.
Francisco salió del agua ante mi primer pedido, se puso sus ojotas amarillas y atravesó la galería de baldosas rojas de moras hasta el cuarto, mientras daba saltitos con una pierna levantada  y yo lo seguía con la mirada en el intento de sostenerlo, como creando un puente imaginario que le permita seguir jugando, sin nada que lo lastime en el camino.  Camilita no quería salir, como el día que nació, se había entretenido en el agua tibia de la panza.  Tomé el tallón blanco, que es el mas suave y amplio de todos los que hay en casa, le sonreí y al ritmo de uno, dos, tres, la saque del agua envolviéndola contra mi cuerpo, con mi cuerpo y uno, dos, tres, la besé hasta lo incontable, ella reía a carcajadas, mordía mi pera, me besaba y me agarraba la cara, mientras yo despacito la llevaba entre mis brazos para sacarle todo el frio que pudiera tener.  Era la primera vez que estarían fuera de casa tanto tiempo.  Roberto me había dicho que sería bueno para todos, particularmente para mí que estoy definida como una madre sobreprotectora. Eso me dijo Roberto. Uno, dos, tres…
Llegué al cuarto atravesando también la galería de moras, con Camilita en mis brazos, chorreando agua , creando un rio que viajaba del patio al cuarto, del cuarto al patio, en infinitos trayectos, entre gritos del cuidado con las caídas y esas cosas de madre.  En el caso de considerar que haya cosas de madre. Que haya madre.
Roberto había llegado del trabajo y viendo el poco margen de tiempo que quedaba no había más opciones que armar las valijas. Mi estómago seguía revuelto, entre  nervios y un indefinido malestar. Sabía que tenía que calmarme para no transmitirles esa sensación de terror a los chicos.  Ese terror heredado. Mientras doblaba la ropa, recuerdo que los imagine corriendo en los campos de Chajarì, iluminados por el sol, debajo de un cielo celeste inmenso, riendo y atrapando mariposas, mientras las tías los llamaban para el almuerzo.   Como cuando éramos chicas y con mi hermana corríamos por esos mismos campos, debajo de esos mismos cielos esperando se hiciera eterno el llamado para sentarnos a comer. 
Nos fascinaba tanta tierra solo para nosotras, tanta libertad no nos quedaba grande por esos años. 
La necesitábamos imperiosamente.  Esos, los días con las tías de Chajari, eran para respirar profundo tomando todo el oxígeno que nos fuera posible para seguir viviendo, después.
La casa quedaba ordenada y limpia, la ropa planchada, los artefactos eléctricos desenchufados, las plantas regadas, las persianas bajas, la llave de gas cerrada, las camas hechas, el despertador desconectado de las 6 de la mañana de lunes a viernes, la basura anudada en el patio para sacarla junto con las valijas, no quedaba ropa tendida en la terraza y me aseguré con llave todas las puertas de la casa. La casa quedaba ordenada.
Mi estómago me dolía cada vez más, ya no era molestia, era una puntada en la boca.  Subimos al auto y Roberto lo puso en marcha. Los chicos estaban sentados atrás y Camilita me pidió que le explicara otra vez, cuantos días íbamos a estar nosotros y cuantos ellos solos con las tías.  Sabía que necesitaba escucharlo unas cuantas veces mas y que en mis palabras tenía que poder oír tranquilidad y seguridad, tenía que poder.  Una madre tiene que poder. Desabroche mi cinturón para girar en el asiento y asi hablarle mirándola a los ojos.  Siempre lo hacía. Francisco se reía mientras le aseguraba el cinturón a su hermana, le apretaba los cachetes y le daba un beso en la boca.  Mientras trataba de encontrar las palabras y las sonrisas que calmaran a Cami, Roberto, ya sentado en su lugar, atendía el teléfono mientras el motor del auto seguía calentándose.  Lo noté algo tenso y comenzó a mirar dentro del auto, como si hubiera perdido algo.  Pero todo esto fue visto y oído con una pequeña parte de mis sentidos.  Mi atención estaba puesta en ella, en mi estómago y en la complicidad de Fran que cosquilleaba sus piecitos mientras entre carcajadas y pucheros ella quería y no quería irse, y yo dejarla ir.
Roberto cortó el teléfono, se puso el cinturón, subió todas las ventanillas del auto, prendió el aire acondicionado y puso primera.  Después de unas cuadras y habiendo convencido a Cami, me incorporé en el asiento mientras intentaba desenganchar la tira del cinturón del vestido que había quedado atrapada en la puerta.  Seguí la tira hasta el borde.  Era un vestido que me había regalado Roberto. A Roberto siempre le gustó hacerme regalos. Amarillo, era amarillo, como el sol de Chajarì, con unas pequeñísimas flores rojas, marcaba la cintura y dejaba ver las piernas de la rodilla para abajo; tenía cuello redondo y mangas cortas con botones.  Amaba ese vestido… Hasta allí recuerdo todo nítidamente, hasta que llegue al borde de la puerta y antes de tirar de la cinta, una filosa lanza se clavo en mi estómago.  Abrí la puerta. Roberto frenó de golpe y un segundo antes del vómito de tantos fuegos guardados, una pulsera cae al asfalto, estaba también enganchada en el borde, llevaba una “R” de dije y en un instante fue escondida por aquel vómito color sangre, color fuego, color moras del patio que cubre la pileta que Roberto logró convencerme con su ternura.Rita. Vivía al lado de la casa de Rosa, mi mamá. Rita era más grande que yo, no tenía hijos y tenía unas enormes tetas. Mi mamá también.  Rita vivía con un montón de gatos y una sonrisa encantadora, como mi mamá. Rita siempre tenía sus uñas largas, pintadas de rojo, como su boca. Su boca roja, como la boca de mi estómago.  Recuerdo de niña, Rita tenía una hamaca en el fondo de su casa y cuando en mi casa ya no se podía respirar, ella me llamaba por el ligustro del fondo y yo pasaba por una grieta, una abertura   que habíamos hecho de cuerpos y almas que habíamos hecho de cuerpos y almas destrozadas pero con fuerza suficiente para romper ese muro de plantas… entonces me subía a la hamaca mientras ella sostenía su cigarrillo con la boca y me empezaba a hamacar y me contaba uno, dos, tres… con toda su ternura… y cada vez mas alto, entre el humo y el cielo. Uno, dos, tres, y la pulsera y el dije. Rita siempre intentó salvarme. Salvarse.
No recuerdo más de aquel viaje , ni siquiera puedo recordar el beso de despedida que le di a Francisco o a Camilita. Solo recuerdo el cielo de Chajarì, el cielo de regreso a la casa ordenada y limpia, la ropa planchada, los artefactos eléctricos enchufados, las plantas regadas, las persianas arriba, la llave de gas abierta, las camas desechas, el despertador conectado a las 6 de la mañana de lunes a viernes, la basura que nunca sacamos y las ojotitas de ella, tiradas en el patio, todavía mojadas, olvidadas. 



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