La pecera
Emilse Zorzut
Los
ojos oblicuos destilaban recelo, la recién llegada no era bien recibida, ella
pensó que venía a alterar la paz, su paz. El desparpajo con que se movía era
augurio de problemas.
La
miraba desde su rincón, estática, sin mover un solo músculo, como un púgil
antes de iniciar la pelea del siglo. El gran trofeo era él que estaba con candidez
flotando sobre una nube de fantasías.
Hasta
ese momento la vida había sido tranquila, habían convivido mansamente compartiendo
el pan diario, los requiebros, los coqueteos. También ella sabía mover su
cuerpo audazmente y seducirlo, entonces los ojos de él se agrandaban para
mirarla, para decirle cuánto la deseaba. ¡Y cómo gozaban los acercamientos y
esos contactos piel a piel mientras se dejaban estar disfrutando su intimidad!
Ella
no necesitaba más para ser feliz.
Pero
ahora llegaba “esa”, entraba por la puerta grande, desplegaba sus encantos en
ese contorneo rítmico; sus ojos se convertían en dardos dirigidos hacia él y su
boca se entreabría sensualmente y se volvía a cerrar ofreciendo un largo beso
apasionado.
Él
parecía no darse cuenta, estaba quieto pero blando; ella quiso creer que miraba
sin ver pero no podía evitar estar a la espera de un signo, una señal que le
indicara que ella seguía siendo la preferida. Pero esa señal no llegaba y sus
dudas crecían como plantas en tierras recién abonadas.
Esperó
el tiempo que su inquietud juzgó indispensable, luego, lentamente se fue
colocando entre la recién llegada y él; sin darse cuenta sus movimientos eran
sinuosos, sensuales. Estaba compitiendo, quería ensombrecer los encantos de la
rival.
De
pronto, a través del cristal, se insinuaron dos grandes ojos azules
trasparentes de inocencia. Luego surgió una sombra larga y delgada que
descendió amenazante y cinco diminutos dedos asieron con firmeza el pequeño
cuerpo de él sacándolo de su elemento. Entrecortados resoplidos indicaron su
agonía. Ella paralizada sólo atinó a mirar a la recién llegada, sus ojos la
acusaron de todo lo que ocurría; sólo ella podía tener la culpa. La otra siguió
nadando sensualmente en la pecera, no había perdido nada.
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