sábado, 30 de marzo de 2019

Emilse Zorzut


La pecera 
Emilse Zorzut

Los ojos oblicuos destilaban recelo, la recién llegada no era bien recibida, ella pensó que venía a alterar la paz, su paz. El desparpajo con que se movía era augurio de problemas.
La miraba desde su rincón, estática, sin mover un solo músculo, como un púgil antes de iniciar la pelea del siglo. El gran trofeo era él que estaba con candidez flotando sobre una nube de fantasías.
Hasta ese momento la vida había sido tranquila, habían convivido mansamente compartiendo el pan diario, los requiebros, los coqueteos. También ella sabía mover su cuerpo audazmente y seducirlo, entonces los ojos de él se agrandaban para mirarla, para decirle cuánto la deseaba. ¡Y cómo gozaban los acercamientos y esos contactos piel a piel mientras se dejaban estar disfrutando su intimidad!
Ella no necesitaba más para ser feliz.
Pero ahora llegaba “esa”, entraba por la puerta grande, desplegaba sus encantos en ese contorneo rítmico; sus ojos se convertían en dardos dirigidos hacia él y su boca se entreabría sensualmente y se volvía a cerrar ofreciendo un largo beso apasionado.
Él parecía no darse cuenta, estaba quieto pero blando; ella quiso creer que miraba sin ver pero no podía evitar estar a la espera de un signo, una señal que le indicara que ella seguía siendo la preferida. Pero esa señal no llegaba y sus dudas crecían como plantas en tierras recién abonadas.
Esperó el tiempo que su inquietud juzgó indispensable, luego, lentamente se fue colocando entre la recién llegada y él; sin darse cuenta sus movimientos eran sinuosos, sensuales. Estaba compitiendo, quería ensombrecer los encantos de la rival.
De pronto, a través del cristal, se insinuaron dos grandes ojos azules trasparentes de inocencia. Luego surgió una sombra larga y delgada que descendió amenazante y cinco diminutos dedos asieron con firmeza el pequeño cuerpo de él sacándolo de su elemento. Entrecortados resoplidos indicaron su agonía. Ella paralizada sólo atinó a mirar a la recién llegada, sus ojos la acusaron de todo lo que ocurría; sólo ella podía tener la culpa. La otra siguió nadando sensualmente en la pecera, no había perdido nada.  

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