El narrador oral
condenado a muerte
Francisco Garzón Céspedes
El
narrador oral había sido condenado a muerte. La ejecución lo aguardaba.
Faltaban veinticuatro horas cuando los jueces y asesores entraron en su celda.
El narrador era un hombre venerado por el pueblo y era imposible no concederle
una última voluntad. La condena obedecía a que sus cuentos sobre la justicia,
en un territorio de injusticias, propiciaron una rebelión cada vez más
inacallable. Habiendo sido capturado, cárcel, juicio y culpabilidad resultaron
cuestión de horas. La rebelión, ah, la rebelión debía ser ahorcada, quemada,
gaseada, electrocutada, empalada, decapitada, borrada. El narrador dijo: “Una
única voluntad. Antes de morir, deseo ver, a cielo abierto, la noche. Y en la
noche narrar un cuento”. Los jueces y asesores se miraron entre sí
estupefactos. Pensaron que el narrador hubiera podido pedir hacer el amor una
vez más o que su cadáver no fuera enterrado en una fosa común. Pero era su
última voluntad. Podía ser respetada. Resultaba permisible. Llegó la noche y
los soldados, en presencia de los jueces y asesores, condujeron al condenado a
muerte hasta el patio de la prisión. El narrador contempló intensamente el
cielo, alzó un brazo hacia aquel poblado vacío y con voz potente habló: “Había
una vez un narrador oral condenado a muerte. A petición suya, para cumplir con
la costumbre de una última voluntad, lo condujeron hasta el patio de la
prisión. Y cuando alzó brazo y voz, y pronunció las palabras que únicamente son
mágicas en los labios de los narradores, una estrella fugaz cayó, cayó, y a
punto de tocar el suelo, cual una alfombra prodigiosa, se detuvo para que el
narrador subiera y lo condujo fuera de los muros de la cárcel”. Y mientras el
narrador contaba, y se alejaba libre sobre la punta de la estrella, todos
comprobaron que “la imaginación es tan poderosa” que predice el futuro y, si es
necesario, lo moldea.
Tomado de Colección Gaviotas de azogue
Nº 34, Madrid, España
No hay comentarios:
Publicar un comentario