Madres del dolor Alejandro Orellana
Sebastián,
el pibe que a veces piensa y en otras ocasiones no se acuerda, siente que es y
se persigue con dejar de ser. La lluvia cae mojando la ventana de su
dormitorio, la normalidad pinta una bella escena pero la depresión le hace ver
gotas de sangre que lo alteran, refugiado en sabanas blancas se apasiona con la
presencia del alba, encargado de ahuyentar a las voces que ordenan.
Llega
el sol amistoso y lo invita a eliminar su enajenada conciencia, sale a las
calles a colectivizar sus miedos, aparecen las miradas, comienza a correr tras
sentirlas intimidatorias y eso provoca aún más a los ojos de fuego, que lo
queman hasta dejarlo apático. Sentado con rodillas temblorosas que cubren su
rostro busca espantar sus demonios, pero sólo consigue la atención de
transeúntes incapaces de renunciar a sus tiempos, un policía lo invita al encierro,
no percibe la angustia tras confundir enfermedad con delincuencia. El
uniformado hostiga para limpiar la indecencia de estar perdido en el mundo de
las ideas y lo hace con la bravura que no abunda en su conciencia. Sebastián
corre para no ser alcanzado por el bastón que repiqueteo en su cabeza, al
escapar sin destino se ubica en una geografía extraña, con montañas que hacen
de pared otorgándole poca chance de no ser atrapado.
La
caza comienza, la presa se encierra y la trampa se abre para no ser
descubierta, el espíritu de cuerpo es el emblema y la sociedad viste de cordero
al lobo que dice que los resguarda.
Muchos
buscan al joven mientras la muerte le tiende sus brazos, Sebastián colgado de
sus manos le otorga a la vida su último suspiro, el cuerpo aparece lejos de su
lecho de muerte y las falacias ensucian el claro asesinato de un pibe.
La
madre de Sebastián se sumerge en el peor acto de un ser que engendra y tocando
el rostro de su siguiente pronuncia palabras que lo resucitan, una de estas fue
justicia.
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