LOS NIÑOS DEL ALMACÉN
Teresa Godoy
Eran
las vacaciones de verano. Las clases del colegio habían terminado. No estaba pactado ni
organizado ningún viaje, por el momento. Es que los padres de Emilia, Benjamín
y de Malena, de 7, 8 y 9 años, tenían un negocio. Una gran y surtida almacén de
comestibles. Era la única que quedaba en la zona. Ya los supermercados habían invadido las ciudades. Éste era un
almacén bien organizado: con toda la
mercadería que se les antoje encontrar, con dos empleados, los mellizos Martín
y Joaquín Navarro de unos 50 años de edad. Hacía tantos años que trabajaban
allí que ya eran como de la familia. Los dueños del almacén, Ángela y Pedro
Britos, los querían tanto que hasta les permitían, después del almuerzo, pegarse
una siestita, como era costumbre. Siempre les tenían una habitación preparada.
Con los hijos, tenían bien pautados los horarios y tareas que debían desempeñar
cada uno en los distintos momentos del día. Había que organizar también estas
vacaciones de jornada completa en el hogar. Pero para Emilia, Benjamín y
Malena, les resultaba una desventura todas las recomendaciones: la hora
dispuesta para levantarse, no era la mañana, era la madrugada para ellos. Al
mediodía, se les cortaban los juegos y en fila ordenada debían ir a lavarse las
manos para almorzar, siempre esperando
que lo hagan primero los mayores. Luego de la comida principal, no podían
levantarse de la mesa si no comían una fruta. Luego los dejaban jugar un rato hasta la “terrible hora de la
siesta”, según la bautizaron los tres hermanos. ¿Cómo jugar sin que vuele ni
una mosca? ¡Es que no había que jugar! ¡Todos, debían dormir la siesta! Cada
día la misma ceremonia practicaban los simpáticos hermanitos: ceremonia que
consistía en dirigirse directo a los dormitorios, disimular prepararse para
dormir, esperar un rato y cuando escuchaban el concierto de ronquidos, desde
las habitaciones, volvían a ponerse las zapatillas y alguna ropa de salir y
sigilosamente huían del “aguantadero”, así
también le decían al dormitorio de la hora de la “siesta”. Siempre
tenían algún entretenimiento para ese terrible momento, que constaba, de jugar
en silencio para no despertar a nadie, de prestar atención para que no los
descubran y de emoción porque siempre lo prohibido es fascinante y atractivo.
Pero no eran los únicos, porque detrás del alambrado del fondo siempre, a la
misma hora estaban paraditos los dos amiguitos vecinos, esperando
precisamente para espiar qué hacían los escurridizos niños del almacén a la hora
de la siesta.
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