domingo, 28 de octubre de 2018

Teresa Godoy



LOS NIÑOS DEL ALMACÉN  
Teresa Godoy

Eran las vacaciones de verano. Las clases del colegio  habían terminado. No estaba pactado ni organizado ningún viaje, por el momento. Es que los padres de Emilia, Benjamín y de Malena, de 7, 8 y 9 años, tenían un negocio. Una gran y surtida almacén de comestibles. Era la única que quedaba en la zona. Ya los supermercados  habían invadido las ciudades. Éste era un almacén  bien organizado: con toda la mercadería que se les antoje encontrar, con dos empleados, los mellizos Martín y Joaquín Navarro de unos 50 años de edad. Hacía tantos años que trabajaban allí que ya eran como de la familia. Los dueños del almacén, Ángela y Pedro Britos, los querían tanto que hasta les permitían, después del almuerzo, pegarse una siestita, como era costumbre. Siempre les tenían una habitación preparada. Con los hijos, tenían bien pautados los horarios y tareas que debían desempeñar cada uno en los distintos momentos del día. Había que organizar también estas vacaciones de jornada completa en el hogar. Pero para Emilia, Benjamín y Malena, les resultaba una desventura todas las recomendaciones: la hora dispuesta para levantarse, no era la mañana, era la madrugada para ellos. Al mediodía, se les cortaban los juegos y en fila ordenada debían ir a lavarse las manos para  almorzar, siempre esperando que lo hagan primero los mayores. Luego de la comida principal, no podían levantarse de la mesa si no comían una fruta. Luego los dejaban  jugar un rato hasta la “terrible hora de la siesta”, según la bautizaron los tres hermanos. ¿Cómo jugar sin que vuele ni una mosca? ¡Es que no había que jugar! ¡Todos, debían dormir la siesta! Cada día la misma ceremonia practicaban los simpáticos hermanitos: ceremonia que consistía en dirigirse directo a los dormitorios, disimular prepararse para dormir, esperar un rato y cuando escuchaban el concierto de ronquidos, desde las habitaciones, volvían a ponerse las zapatillas y alguna ropa de salir y sigilosamente huían del “aguantadero”, así  también le decían al dormitorio de la hora de la “siesta”. Siempre tenían algún entretenimiento para ese terrible momento, que constaba, de jugar en silencio para no despertar a nadie, de prestar atención para que no los descubran y de emoción porque siempre lo prohibido es fascinante y atractivo. Pero no eran los únicos, porque detrás del alambrado del fondo siempre, a la misma hora estaban paraditos los dos amiguitos vecinos, esperando precisamente  para espiar qué hacían  los escurridizos niños del almacén a la hora de la siesta.

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